Juan Milián Querol | 09 de septiembre de 2020
Para el imaginario independentista, habría tres presidentes: Puigdemont, Torra y Aragonés. Tres que serían uno, el «legítimo»; pero esta poco santa trinidad solo sería comprensible para los creyentes del lazo amarillo.
Los líderes independentistas saben algo que sus seguidores parecen desconocer: la independencia de Cataluña es, hoy por hoy, imposible. No tiene ninguna base legal, ni apoyo social suficiente, ni tendría ningún reconocimiento internacional. Si continúan prometiendo el paraíso terrenal, es simplemente porque el engaño les ofrece réditos electorales y, por lo tanto, cargos y recursos. Los eslóganes de las manifestaciones organizadas por la Assemblea Nacional Catalana (ANC) durante las últimas Diadas de Cataluña son una buena muestra de la estafa, que no ensoñación, que es su proyecto. En 2012, organizaron una multitudinaria marcha sobre la capital catalana bajo la consigna «Cataluña, nuevo Estado de Europa». Al año siguiente, encadenaron Cataluña, de arriba abajo, en una «vía catalana hacia la independencia» que, en palabras de la entonces presidenta de la ANC, Carme Forcadell, exigía ser un «Estado independiente ahora, no en 2016». Antes de esa fecha, aún prometieron que «votaremos, ganaremos» (2014) y que tenían la «vía libre a la república» (2015). Después, prometieron que estaban «a punto» y, ciertamente, en 2017 lo intentaron.
Cataluña permanecía físicamente en la Europa continental, pero no consiguió ser un nuevo Estado y, de hecho, las prácticas de sus instituciones, como el Parlament, se alejaron notablemente de las prácticas democráticas europeas. Los plenos de aquellos 6 y 7 de septiembre serán siempre uno de los capítulos más infames del libro negro del separatismo. Y, hablando de libros, la extensa y panfletaria bibliografía también prometía la misma inminencia en la consecución de la utopía: lo estamos tocando, a un palmo de la independencia; incluso el actual president, Quim Torra, publicó una obra titulada Els últims 100 metres, donde aseguraba que todas las circunstancias hacían posible la independencia en solo 18 meses. Es decir, los que Gabriel Rufián iba a estar en el Congreso de los Diputados, porque, claro, ellos tampoco tenían plan B. Su plan siempre fue el poder y nada más que el poder.
Los protagonistas del procés mintieron por partida doble: mintieron al prometer la independencia, ante sus seguidores, y mintieron al asegurar que no lo habían intentado, ante los jueces. Y hoy, con su amenazante «ho tornarem a fer», se aferran a la primera de esas mentiras. Pero su tono es ahora más patético que épico, porque estos emperadores de tres al cuarto andan desnudos. Prometen «confrontación inteligente» para el próximo curso, pero saben por experiencia que el unilateralismo solo puede abrir dos tipos de puertas, la de una celda o la de un maletero. Esta tensión entre lo que proclaman en público y lo que reconocen en privado es la que provoca que el único separatismo implementado sea el que separa a los partidos independentistas. Convergència i Unió, por ejemplo, se ha convertido en una miríada de partidos y grupúsculos en la que solo parece que vaya a triunfar el más delirante. Ese choque entre la realidad y el eslogan indujo las desavenencias entre Artur Mas y Carles Puigdemont y, ahora también, entre este y Torra.
El actual presidente de la Generalitat había anunciado que la legislatura estaba agotada y su deseo de convocar elecciones, pero quedó atrapado en ese legitimismo que él había ayudado a crear y por el cual se sometía la institución que presidía a los designios del fugado de Waterloo. A este no le va bien convocar elecciones en estos momentos, porque aún debe acabar de reordenar su secta. Sin embargo, la semana que viene se reúne el Tribunal Supremo, por lo que la inhabilitación definitiva de Torra está al caer. Este, verdugo y víctima del enésimo engaño, anuncia nuevas desobediencias y sigue sin ser descartable lo más descabellado: que se convierta en un transeúnte tratando de usurpar las funciones de un nuevo presidente-marioneta que será quien firme los decretos. De este modo, y por si alguien pensaba haberlo visto todo en Cataluña, para el imaginario independentista habría tres presidentes: Puigdemont, Torra y Pere Aragonés (o quien sea, si ahora nombran a un conseller en cap o a un nuevo vicepresidente). Es decir, el fugado, el vicario y el pringado. Tres que serían uno, el «legítimo»; pero esta poco santa trinidad solo sería comprensible para los creyentes del lazo amarillo.
En fin, todo este paripé provoca un enorme desapego y desánimo entre no pocos catalanes, fundamentalmente entre los no independentistas. Y, así, se genera una endemoniada paradoja: el porcentaje de independentistas se reduce a un tercio de la población, pero en las próximas elecciones los partidos independentistas podrían sumar, por primera vez, más del cincuenta por ciento de los votos. El engaño continuaría, pues, ofreciendo sus réditos. De este modo, si no hay un despertar de la mayoría silenciosa en Cataluña, la comunidad acelerará su decadencia institucional y económica. La gestión de la pandemia continuará en manos de incompetentes, porque Esquerra observa que no necesita rendir cuentas en cuestiones ajenas al monotema independentista. La calidad de vida de los catalanes seguirá deteriorándose, porque la Generalitat tampoco tendrá incentivos para enfrentarse a temas que acucian a miles de familias, como son el incremento de las okupaciones ilegales y los delitos con violencia. La mentira lo pudre todo. Llena las instituciones de una mediocridad extractiva perpetuada por una negligente abstención.
España y Pedro Sánchez necesitan presupuestos, y los tejemanejes muestran lo contrario de lo que pretende Sánchez: España y él no son lo mismo.
La oposición anticonstitucional, que en España está liderada por Podemos, y está en el Gobierno de la nación, es una amenaza presente y real para la libertad y la prosperidad de la sociedad española, hasta ahora verdaderamente democrática.