Juan Milián Querol | 09 de diciembre de 2020
Si el otro es el infierno, si todo lo que está a la derecha del PSOE es fascismo, reventar los consensos de la Transición no será suficiente para los enfebrecidos.
En una de sus mejores biografías, la de Joseph Fouché, Stefan Zweig explica la trampa de la retórica revolucionaria. La personifica en Robespierre. Su retórica de la hipérbole lo llevaba a magnificar los vicios del adversario. Enardecía así a sus creyentes y certificaba su propia virtud, pero, una vez se desataban las pasiones, los radicalizados por las palabras gruesas exigían a sus guías respuestas a la altura del reto, a la altura de los supuestos crímenes contra ellos cometidos. Así, empiezan a abarrotarse los cadalsos, pero nunca es suficiente y se buscan traidores entre las propias filas que alimenten la guillotina. Siempre hay alguien más puro, más demagogo. Las palabras sanguinarias preceden a actos sanguinarios. Y el que colaboró en esta dinámica de locura acabó perdiendo, literalmente, la cabeza. A lo largo de la historia se ha reproducido innumerables veces esta falla de la condición humana. La historia del comunismo, por ejemplo, es también la historia de las purgas.
Y parece que incluso aquellos más obsesionados con el pasado no aprendan la lección. Cataluña tenía una calidad de vida envidiable, pero, como señala el periodista del Diari de Girona Albert Soler, «estábamos cansados de vivir bien». La burguesía jugó a la revolución. Perdió sus valores burgueses y parieron a las CUP y, con ellas, a su kale borroka, que inauguraba cada temporada turística -cuando la había- asaltando autobuses repletos de asustados extranjeros. Y se inventaron los CDR de inspiración cubana, como la estelada. Al grito totalitario de las «calles serán siempre nuestras», quemaron el centro de la capital catalana.
Odian Barcelona, porque la ciudad, cualquier ciudad, es germen de libertad. Excluyentes. Antipluralistas. Xenófobos con hoz y martillo. Al final, los CDR fueron a la sede del PDeCAT a advertirles: «Escucha, Convergència, se nos acaba la paciencia». Fueron a matar al padre. Y de este brotaron grupúsculos a cuál más puro. O disparatado. Celebran primarias en Junts per Catalunya y gana Laura Borràs, la que firmó el supremacista manifiesto Koiné y también algunos sospechosos contratos que la han llevado a ser imputada por falsedad documental, fraude, prevaricación y malversación de caudales públicos por el Tribunal Supremo. Lo tiene todo, pues, para ser la nacionalista que inicie el fin de Carles Puigdemont.
Como en todo movimiento revolucionario, los nacionalistas andan buscando chivos expiatorios constantemente. Media Cataluña era el enemigo, pero ahora, al menos la mitad de su mitad es también traidora. Para el independentismo puro, el pueblo catalán es algo muy reducido. Ya no quedan en él ni los de Esquerra. Neobotiflers. La guerra civil entre secesionistas es total. Pero no, las puñaladas no son por razones de la pésima gestión de la pandemia o por diferencias ideológicas, son partidistas y personalistas, es decir, electoralistas.
Las filtraciones contra los socios de govern son continuas. Las escuchas a los líderes separatistas (David Madí, Xavier Vendrell) destapan críticas a otros líderes separatistas (Quim Torra, Pere Aragonés) que todos podríamos compartir y desnudan el caos y la incompetencia. En plena pandemia, Cataluña vive desde hace meses un clima preelectoral que se va prorrogando sobre la marcha. Ahora tampoco parece claro que las elecciones se vayan a celebrar el 14 de febrero. No es la pandemia. Es que ya no les interesa. Las expectativas de JxCat caen. Y las de ERC no van a subir. Lo intentan con el apoyo de Arnaldo Otegi, mostrando cómo han banalizado el mal entre la masa desmemoriada.
También tiene el apoyo de Otegi una izquierda española que repite el error fatal de la elite nacionalista catalana. Franco murió en la cama hace más de 45 años, pero desde el Gobierno de Pablo Iglesias y Pedro Sánchez nos quieren hacer creer que todo aquel que no comulgue con su credo progre-identitario es una amenaza fascista. La falacia les podría otorgar réditos electorales a corto plazo, pero están creando una cultura política desquiciante. Insoportable.
El «asalto a los cielos» solo ha sido un asedio al pluralismo. Como en Cataluña, están intentando politizarlo todo para que nadie pueda vivir tranquilo. Redefinen el pasado para mostrar una virtud presente de la que carecen. Atacan la Constitución de la concordia, despreciando lo mejor de nuestra historia. No es una mera coyuntura para aprobar los presupuestos generales del Estado. Sánchez ha iniciado un procés español, pensando que así se eternizará en el poder, pero está alimentando un monstruo que lo va a devorar como devoró a Jordi Pujol, a Artur Mas, a Carles Puigdemont, a Quim Torra y al que venga después.
Si el otro es el infierno, si todo lo que está a la derecha del PSOE es fascismo, reventar los consensos de la Transición no será suficiente para los enfebrecidos. Los resortes de la democracia liberal serán obstáculos para ellos. Y, como en el procés, todo degenerará y nadie quedará a salvo. Zweig nos advertía ante esas dinámicas: «Los acusadores de ayer se convertirán en los acusados de mañana». Es el efecto del bumerán revolucionario.
El pedrismo vive de poner a gente a fumar en pipa. Viene pasando desde la foto de Colón sobre la que Sánchez edificó un imperio difuso en el que uno vive, se desespera, se pellizca por si está soñando y, sobre todo, se cabrea.
Mantener a un grupo de guerracivilistas activos es una prioridad para ciertas ideologías. De ahí que se sucedan las leyes, los traslados de tumbas y las medidas que orbitan en torno a ese concepto tan desconcertante y ambiguo como es el de memoria histórica.