Juan Milián Querol | 10 de marzo de 2021
La votación del suplicatorio de Carles Puigdemont en el Parlamento Europeo demuestra, una vez más, que España es una democracia plena con una Justicia independiente, pero también que el Gobierno de la nación está en manos de quienes tratan de conseguir precisamente lo contrario.
Tras la declaración unilateral e infructuosa de independencia, Carles Puigdemont se fue a Girona a tomar unas tapas con amigos. A pesar de los millones de euros públicos malversados en la operación, ningún Gobierno extranjero reconoció la república catalana. Semanas antes, esta había estado en la mente de algunos catalanes durante ocho surrealistas segundos. Ahora, ni eso. El Gobierno de España aplicó la coerción federal, mediante el artículo 155 de la Constitución, y la mayoría nos sentimos aliviados. Los trabajadores de la Generalitat acataron sin rechistar. Los partidos políticos, incluida la CUP, empezaron a preparar la campaña de unas elecciones autonómicas convocadas por Mariano Rajoy. Y el cobarde Puigdemont, viendo el panorama, se escondió en la parte trasera de un automóvil y huyó sin ni siquiera avisar a su propia formación.
A pesar de que el Tribunal Supremo considerara el procés como una «ensoñación», la sedición protagonizada por los ahora presos y prófugos tuvo unos efectos letales sobre la economía y la sociedad catalanas. El traslado de empresas a otras comunidades autónomas no ha cesado desde entonces. Y la crisis de autoridad se ha extendido hasta ahora. El vandalismo que, noche tras noche, ha tomado las calles de Barcelona tiene un vínculo directo con la (in)cultura política que las elites catalanas han alimentado durante años. Decadencia y violencia han sido, pues, el legado del pastisser boig (pastelero loco). Así lo llamaban en la sede de Convergencia los conocedores de la toxicidad del personaje.
Sin embargo, en las elecciones europeas de mayo de 2019 la lista del boig obtuvo más de un millón de votos. Junto a él, Toni Comín y Clara Ponsatí fueron elegidos eurodiputados, demostrando que el nacionalismo sigue siendo una eficaz trampa electoral en la Europa del siglo XXI. En una época de narcisismo desbocado, las gracietas de Puigdemont pesaron más que sus mentiras. La identidad eclipsaba, una vez más, la razón. Se le atribuye a Franklin Delano Roosevelt la célebre frase sobre el dictador nicaragüense Tacho Somoza: «Sí, es un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta». Pues eso. El nacionalismo ofrece una manera sencilla de entender el mundo y facilita una respuesta para prácticamente cualquier pregunta: la culpa es del otro. Es el acomodo de la irresponsabilidad.
El lingüista estadounidense y gurú del progresismo zapateril George Lakoff escribió que «los votantes votan por su identidad; votan sobre la base de lo que son, de sus valores y de lo que admiran y a quién admiran. Un determinado número de votantes se identifica con sus intereses y votan conforme a ellos. Pero esto es la excepción, no la regla. Hay otras formas de identificación personal: con su etnia, con sus valores, con los estereotipos culturales y con los héroes de la cultura». Puigdemont es el héroe de esa frivolidad autodestructiva que no permite a Cataluña levantar cabeza.
El voto de Podemos en contra del suplicatorio y, por tanto, a favor de una sedición impune debería provocar la inmediata expulsión de todos sus ministros
En Bruselas el boig ha seguido abanderando los antivalores europeos. Defiende la desigualdad entre ciudadanos por razones étnicas. Sin ir más lejos, Quim Torra fue su sucesor. Asfixia la libertad en nombre de una abstracción colectivista. Ataca a la democracia al pretender extranjerizar a una parte de la población. Y su historial contra el Estado de derecho es tan evidente que el Parlamento Europeo ha decidido levantarle la inmunidad con 400 votos a favor. Sin embargo, vale la pena detenerse a analizar los 248 votos en contra. Encontramos, como es lógico, a euroescépticos y eurófobos. Marine Le Pen es un aliado natural de Puigdemont en su cruzada contra una Unión Europea que se erigió como superación de los nacionalismos y baluarte del Estado de derecho. Pero también encontramos, y esta es la peor noticia, a los socios del PSOE.
Aquellos que llevaron a Pedro Sánchez a la Moncloa no quieren que Puigdemont acuda ante la Justicia española. Las estrategias de Podemos y de los nacionalismos multicolor confluyen en el revolucionario cuanto peor, mejor. Confluyen en laminar el mejor legado de la Transición española y en inundar España de discordia y pobreza. Confluyen también en el Palau de la Generalitat. Los socios de Pedro Sánchez, los que ponen trabas a la acción de la Justicia, son quienes están tramando la formación de un gobierno catalán aún más radical e incompetente que el anterior.
La votación del suplicatorio de Puigdemont en el Parlamento Europeo demuestra, una vez más, que España es una democracia plena con una Justicia independiente, pero también que el Gobierno de la nación está en manos de quienes tratan de conseguir precisamente lo contrario. El vicepresidente Pablo Iglesias ha pasado de las palabras, contra la democracia española, a los hechos. El voto de Podemos en contra del suplicatorio y, por tanto, a favor de una sedición impune debería provocar la inmediata expulsión de todos sus ministros. En 2017 ningún Gobierno extranjero reconoció la independencia de Cataluña; hoy, lamentablemente, el Gobierno español parece el más propenso a hacerlo.
La (in)cultura política que predomina en Cataluña está más cerca de los violentos que de los restauradores y los mossos.
Vivimos en el laberinto de la política, de la burocracia, de la economía, de la tecnología, y este caos con precisión de encierro solo es posible divisarlo desde la altura de una perspectiva moral.