Javier Redondo | 10 de mayo de 2021
Moncloa ha sorteado los consensos a base de regular por la vía de la «extraordinaria y urgente necesidad». Sánchez ni siquiera cumplió con el dadivoso compromiso de comparecer en las Cortes cada dos meses para rendir cuentas sobre la pandemia.
Desde que el Gobierno reconoció la gravedad de la pandemia, España ha pasado 301 días en estado de alarma. Durante el primero -de marzo a junio de 2020-, el Ejecutivo de Pedro Sánchez aprobó además otros 18 decretos leyes. Durante el segundo estado de alarma -en puridad fueron dos, pues el decreto del 3 de noviembre prorrogó el del 25 de octubre, pero modificó aspectos sustantivos del anterior-, Sánchez sacó adelante 12 decretos leyes, incluido el pastiche para repartir los fondos europeos, empaquetados en una pretendida reforma de la Administración, rociados de algo que se ha dado en llamar insignemente «resiliencia» y destinados, dícese, a la recuperación. Sin embargo, lo mollar se negocia y anota en Bruselas en el reverso de este decreto tapadera y borrador.
Moncloa ha sorteado los consensos a base de regular por la vía de la «extraordinaria y urgente necesidad» mientras la actividad parlamentaria se ejercía bajo mínimos. Sánchez ni siquiera cumplió con el dadivoso compromiso de comparecer en las Cortes cada dos meses para rendir cuentas sobre la pandemia. El decreto de noviembre obligaba también al ministro -luego ministra- de Sanidad a explicarse en las Cortes cada 15 días. Ni rastro de Salvador Illa, y Carolina Darias, por los pelos. El Parlamento ha dispuesto a duras penas sesiones de control más o menos lumínicas y aparatosas y una comisión de investigación contra el PP. Eutanasia, ‘Ley Celaá’ y poco más.
Ayer decayó el estado de alarma. El Gobierno se ha mostrado decidido a no volver a recurrir a él. Desde el principio exhibió también su enroque y no consistió consensuar la modificación de tres normas -Ley de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública, Ley General de Salud Pública y, si acaso, Ley de Seguridad Nacional- que hubiese permitido evitar el abuso de una herramienta excepcional (que ha servido) empleada para limitar libertades y derechos fundamentales -circulación, residencia y trabajo-. Total, que aquel ‘plan B’ que pactaron Sánchez e Inés Arrimadas en abril de 2020 apareció el pasado martes en forma de un valleinclanesco ‘penúltimo’ decreto que dice que lo que no quepa en las leyes arriba mencionadas se despachará por esta vía: una alarma de perfil bajo y a pedazos, transferida a autonomías y Tribunal Supremo.
Esta vez Sánchez no proclama, ligero, la derrota del virus con aquella arenga persa: «Os ánimo a disfrutar de la nueva normalidad recuperada»; se limita a predisponer a la cohabitación con el virus y da barra libre a las regiones para que tanteen si su correspondiente tribunal autonómico tumba o valida sus ‘decretitos’. Si el estado de alarma resultaba escaso para tamañas restricciones, qué decir de las competencias autonómicas. El decreto del pasado 4 de mayo controla a duras penas la ‘confederalización’ de España: obliga a las autonomías a recurrir a la casación -unificación de doctrina-, al Supremo a legislar de facto y a los presidentes autonómicos a ejecutar las sentencias.
Sánchez y todos sus illas, simones, publicistas y telepredicadores se han cansado menos de echarnos la bronca que los abroncados de recibirla. Así que la fatiga ciudadana revierte en otra escapada de Sánchez [aunque al revés también valga: la escapada y los vaivenes de Sánchez han provocado la fatiga y desorientación del personal], que coge de nuevo la palangana que usó en verano, frota dentro sus manos y que gobierne Carlos Lesmes, en funciones. El Gobierno se quita ahora un agobio después de haber campado a sus anchas por el Estado de derecho. Los sermoneadores nos riñeron por casi todo sin probar previamente casi ninguna de las razones que justificaban cada toque de silbato.
Aquí se ha cumplido sin rechistar hasta perder las cervicales, el empleo, la perspectiva y la costumbre. A pesar de todo, la política de la identidad caló en la gestión de los rapapolvos: contagiaban los jóvenes, luego los inmigrantes y jornaleros, de nuevo los jóvenes, los ‘cayetanos’, los tabernarios, los que usaban ‘wapp’ para criticar al Gobierno… Los mayores no se estaban quietos y salían a por el pan, ni que decir de los madrileños, finalmente los ‘franchutes’, antes los británicos, las nutridas familias que celebran en multitud y otra vez los jóvenes. Se contagiaba dentro y fuera; el fumador, el corredor y el mocoso en el columpio.
Cada límite autonómico o provincial era un Checkpoint Charlie: «A sus órdenes, agente». Todos hemos sido sospechosos obedientes para salvar un puente o una fiesta que precedía a otra clausura y ampliada restricción. Nos hemos quedado tan quietos para parar el virus que albergamos la duda de si sabremos movernos ahora en la dirección adecuada. Al menos en Madrid no se ha perdido la práctica, pues se nos ha tratado como adultos. Hace 14 meses, entramos disciplinadamente en alarma como niños asustados. Ayer decayó la rareza -dejando un reguero de legislación trampa- y Sánchez proclamó con flema el estado de confusión.
Los pensadores franceses Renaud Girard y Jean-Loup Bonnamy presentan un libro sobre el coronavirus en el que analizan las causas de la histeria colectiva en la que nos hemos instalado como sociedad.
El consejero de Sanidad de la Comunidad de Madrid lamenta que «el Gobierno de España ha actuado muchas veces con una deslealtad tremenda, llegando incluso a dudar de nuestros datos, de nuestras decisiones».