Juan Milián Querol | 10 de junio de 2020
La estatua de Winston Churchill en el Reino Unido ha sido la última víctima de una izquierda antifascista que, de nuevo, se ha adueñado de una causa que le permite atacar a sus enemigos favoritos.
En Minneapolis, ciudad gobernada por los demócratas desde 1978, la brutalidad de un policía blanco provocó la terrible muerte de un ciudadano negro, George Floyd. Inmediatamente, la ira correría por las calles, no solo de Estados Unidos. En Europa, la izquierda autodenominada «antifa», muy identitaria y poco obrera, también se ha adueñado rápidamente de una causa que le permite atacar a sus enemigos favoritos, desde el capitalismo a cualquier referente de la civilización occidental. Es tal la reducción a la masa que provoca el virus de la ultracorrección política que han atentado incluso contra el gran símbolo del auténtico antifascismo. Intelectualmente desenfocados y carentes de brújula moral, el pasado domingo unos pocos vandalizaron la estatua de Winston Churchill en Londres, ante la incompresible comprensión de muchos.
Es la vanidad del odio. Extraigo el título de este artículo de un polémico e iluminador libro de Pascal Bruckner, La tiranía de la penitencia. Ensayo sobre el masoquismo occidental (editorial Ariel). El filósofo francés hace tiempo que nos advierte que «el hipercriticismo desemboca en el odio de sí mismo, y sólo deja ruinas tras de sí. Del rechazo de nuestros dogmas nace el nuevo dogma de la demolición». En eso anda atrapada la política actual, en el dogma de la demolición.
Sin ir más lejos, en España, tanto la nueva izquierda, que ha canibalizado a la vieja, como una nueva derecha que actúa desde la simetría, tratan de demoler la mejor herencia de nuestros padres constitucionales. El odio se impone como arma de motivación electoral y sus hospedadores destruyen las causas que dicen defender. Así como Pedro Sánchez no hace ningún favor al feminismo cuando manipula las críticas a su negligente gestión para reconvertirlas en ataques al 8M, tampoco hace ningún favor a la democracia ese autodenominado antifascismo que actúa de un modo tan parecido al fascismo.
Todo es tan emocional que las hipocresías y las contradicciones pasan desapercibidas. Los mismos que criticaban la manifestación de la calle Núñez de Balboa, acusando a sus promotores de exigir «la libertad para el contagio», apoyaban y encabezaban las conglomeraciones del fin de semana. Las delegaciones del Gobierno, tan exigentes contra los que criticaban a su jefe, se lavaban ahora las manos ante la vulneración de la distancia de seguridad.
En Barcelona, desde Ada Colau a dirigentes de Esquerra Republicana mostraban un paternalismo, otro modo de racismo, emponzoñado de narcisismo y falsedad. Será el «paternalismo de la mala conciencia», que escribió Bruckner, de aquellos que siguen sin reconocer las atrocidades del comunismo, de aquellos que apoyan a regímenes autoritarios y de aquellos que auparon a líderes racistas (Heribert Barrera) o supremacistas (Quim Torra).
La concentración frente a la Embajada de Estados Unidos en Madrid en memoria de #GeorgeFloyd ha reunido a 3.000 personas en #Madrid y ha discurrido sin incidentes y con total normalidad gracias a la labor de @policia que ha velado en todo momento por la seguridad ciudadana pic.twitter.com/RbYDT9jkZe
— Delegación del Gobierno en Madrid (@DGobiernoMadrid) June 7, 2020
Estos políticos, obsesionados con la memoria histórica parcial y sesgados contra los Estados Unidos, ¿tienen algo que decir sobre la vulneración de los derechos humanos en Venezuela? ¿Y sobre el racismo y la homofobia del régimen cubano? Sobre el origen comunista de la pandemia del coronavirus, ¿quizás?
Son especialistas en falsas dicotomías. Ser antifascista es condición necesaria para ser demócrata, pero no suficiente. De hecho, aquellos que apuestan por un Gobierno fuerte y una sociedad débil no pueden dar lecciones de democracia. Tampoco de antirracismo, diría Bruckner, cuando «so capa de respetar las diferencias culturales o religiosas (credo básico del multiculturalismo), se encierra a los individuos en una definición étnica o racial, se los vuelve a meter en la trampa de la que se pretendía sacarlos». De Europa han surgido ideologías terribles, como el fascismo o el comunismo, pero también el pensamiento que nos permite superar esas aberraciones políticas, a saber, el pluralismo, el Estado de derecho, la separación de poderes… Salvaguardas de la libertad que hoy son laminadas por el falso progresismo, por aquellos a los que les atrae más la estética del revolucionario que la ética del compromiso.
Es imposible defender la civilización actuando como bárbaros. No es signo de tolerancia, ni de antirracismo, sino de narcisismo y antipluralismo. No sirven a la causa que dicen defender, simplemente, la ensucian. Uno, ingenuo, creyó que la pandemia podría tener algo positivo: poner fin a mucha tontería política. Hoy, viendo a estos asaltaestatuas, no tengo duda de que en un hipotético rebrote o en la próxima pandemia se repetirán las mismas negligencias si no hay elecciones de por medio. De hecho, ya está pasando de nuevo. Ensuciarán la legítima y necesaria lucha contra el racismo, igual que hicieron con el feminismo, al convertirlo en una excusa para el partidismo excluyente y sectario y en un escudo para tapar la mala gestión y las corruptelas. Flaco favor a nobles causas.
Los mismos que criticaban la manifestación de Núñez de Balboa, acusando a sus de promotores de exigir la libertad para el contagio, apoyaban y encabezaban las conglomeraciones del fin de semana
Ante los que abogan por parcelar nuestra sociedad, nuestro autor propone justo lo contrario: «La victoria más completa sobre los exterminadores, los torturadores y los negreros de ayer es la coexistencia actualmente posible de poblaciones y etnias a las que los prejuicios y la mentalidad mantenían separadas en el pasado; es el acceso de los antiguos dominados a la categoría de semejantes, su incorporación a una aventura colectiva». En definitiva, «hay que trabajar en la ampliación de la familia humana, no en la santificación de las desgracias del pasado, siempre degradante para los que se sienten vinculados a ellas».
Es más cómodo pintarrajear una estatua de Churchill y es más vistoso darse golpes en el pecho en Barcelona contra el racismo de Minneapolis, pero sería más útil desterrar los discursos y las políticas de la identidad, aquellas que nos pretenden limitar a una sola de nuestras múltiples pertenencias. Sería más útil el compromiso con una política que favoreciera una sociedad de oportunidades, no de privilegios. Sería más útil fomentar el aprecio por la libertad y la responsabilidad antes que la comodidad victimista, aunque todo ello requiera algo de esfuerzo y ejemplaridad, algo que no va con la nueva y anacrónica izquierda.
Churchill nos dejó muchas lecciones. Paul Johnson nos recuerda algunas en su pequeña y maravillosa biografía. Según el célebre historiador británico, «Churchill perdió una cantidad extraordinariamente pequeña de su tiempo y energía emocional en las mezquindades de la vida: la recriminación, la malicia, los trucos sucios, echar la culpa a los otros, buscar venganza, difundir rumores, albergar rencores, perseguir revanchas». No era perfecto y se equivocó muchas veces a lo largo de la dilatada carrera política que fue su vida, pero siempre supo que «la malicia es negativa para el juicio» y, por ello, «le gustaba perdonar y reconciliarse». Así, «la ausencia de odio dejaba mucho espacio para la alegría en la vida de Churchill». Racistas y supuestos «antifas» pretenden llenar el mundo de amargura. Frente a tanta vanidad del odio, levantemos más estatuas a Churchill.
George Floyd no solo murió por ser negro. Murió porque los policías, nada más ver su color, su ropa y su comportamiento, lo imaginaron como el tipo de persona que carece de poder.
Los grupos de ultraizquierda que se dedican a perseguir y acosar a quienes disienten del poder son jóvenes sin patria y sin religión que viven del «sistema».