Juan Milián Querol | 10 de octubre de 2019
El fracaso de la moción de censura a Joaquim Torra demuestra que la nueva izquierda está más interesada en mirarse el ombligo que en mostrar la unidad del constitucionalismo.
La moción de censura al presidente de la Generalitat, Joaquim Torra, que se debatió y votó el pasado lunes, no prosperó. Nadie lo esperaba. En un pasado muy reciente, la propia candidata de Ciudadanos había esgrimido la imposible aritmética parlamentaria como excusa para rechazar algo que ahora, tras la convocatoria automática de elecciones generales, le parecía ineludible. Rectificar es de sabios, aunque quizá haya llegado tarde. El objetivo de la moción de censura debería haber sido mostrar la unidad del constitucionalismo -algo complicado en periodo preelectoral- ante unos partidos independentistas que prometen regresar a la desobediencia y la confrontación, una vez publicada la inminente sentencia del Tribunal Supremo.
Sumar parlamentariamente era imposible con una izquierda cada día menos obrera y más identitaria. No obstante, los tres partidos constitucionalistas tenían la oportunidad de lanzar un mensaje de esperanza a los catalanes que nos tememos otro invierno nacionalista. El constitucionalismo podía dejar de lado, por unos instantes, sus legítimas diferencias ideológicas y demostrar que la colaboración es posible más allá de momentos agónicos como los de hace dos años, cuando rozamos el conflicto civil.
En todo caso, gran parte de la izquierda catalana no ha entendido aún que nada hay menos progresista que el separatismo -que, por cierto, tampoco es liberal, ni conservador, sino un simple populismo de las élites-. Defender el Estado de derecho le resultará poco glamuroso a la nueva izquierda, pero sin imperio de la Ley el poder arbitrario del más fuerte se impone a los débiles. La unidad de España le parecerá algo pasado de moda, pero flirtear con el falso derecho a decidir es favorecer el chantaje de los más ricos para acabar con la solidaridad y el Estado de bienestar.
Evitar la censura a Torra -el que propuso la vía eslovena, el que deshumaniza al que piensa diferente, el que llama a apretar a los radicales- es confundir convivencia con silencio o complicidad. Y es que, en una democracia, cualquier aproximación al secesionismo es una patada a la libertad, la igualdad y la fraternidad.
La moción de censura podría haber sido un ensayo de algo más importante, un proyecto compartido para refundar democráticamente la Generalitat de Cataluña en un futuro próximo, porque solo convirtiendo la mayoría social en una mayoría parlamentaria y consiguiendo la alternancia en el poder se dejará de derrochar energías y recursos en un proyecto nacionalista que nada bueno aporta a la sociedad que dice defender. Y para ello es necesaria una izquierda que no anteponga la retórica tribal a la decencia obrera y que no escuche más a los que más chillan que a los que más necesitan.
Es necesaria, pues, una izquierda que deje de dar legitimidad a uno de los movimientos más retrógrados que hay en Europa, porque Torra sería hoy expulsado hasta del Frente Nacional francés por sus escritos y por sus coqueteos con la violencia. Pero Joan Coscubiela ha desaparecido e Íñigo Errejón se ha buscado en Barcelona un candidato independentista para el próximo 10 de noviembre.
Por otra parte, la última tendencia en la izquierda cool es decir que todo el procés fue una gran mentira; que, como decía la consejera fugada, iban de farol para forzar al Gobierno de España a negociar un referéndum, un pacto fiscal o un blindaje de competencias. Son el mejor de los abogados defensores de los acusados por el golpe a la democracia, mucho mejor, sin duda, que aquellos que actúan como sus cheerleaders con toga. Sin embargo, esta es la enésima “jugada maestra” (ese tipo de mentira que todos sabemos que es mentira, pero que hace que los separatistas se sientan astutos al creer que el resto nos la creemos).
El proceso separatista no fue una estafa. En todo caso, fue un fracaso. Lo intentaron. Buscaron complicidades internacionales, pero no encontraron ni apoyos, ni financiación. Intentaron construir lo que denominaban estructuras de Estado, pero el Estado de verdad se mantuvo firme. Y, en último término, buscaron que una parte de la sociedad les hiciera el trabajo sucio, pero la democracia los derrotó. No, no fue una estafa.
Fue un fracaso, para los nacionalistas. Y una pesadilla, para el resto. No consiguieron la independencia, pero las consecuencias de aquel golpe aún resuenan en la vida de los catalanes. Desde la decadencia finisecular de Quebec sabíamos que el nacionalismo era crisis económica y quedó confirmado con las 5.500 empresas que se fueron a otras regiones y con unos incontables recursos que ya no vendrán, desde inversiones y talento hasta la Agencia Europea del Medicamento.
El prestigio de las instituciones catalanas se ha evaporado. No es que hayan dejado de representar a la mitad de la población, es que se han convertido en una amenaza para los derechos y las libertades. Además, ahora todo es más vulgar, porque el nacionalismo no es un repliegue hacia la tradición -ojalá-, sino hacia la mediocridad. Es la creatividad adormecida por la subvención. Es la protección del ombliguismo. Y, con todo, la nueva izquierda sigue enamorada del viejo nacionalismo. Es tan carca.
Juan Milián Querol (Morella, 1981) es politólogo y político. Escribe en diferentes medios como The Objective y la edición de ABC en Cataluña. Su último libro es El acuerdo del seny. Superar el nacionalismo desde la libertad (Unión Editorial). Ha sido diputado del Parlamento catalán durante tres legislaturas y, actualmente, es coordinador general de Estrategia Política del PPC.
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