Elio Gallego | 11 de febrero de 2020
La dictadura de las palabras busca imponer una represión en su sentido más freudiano. El objetivo es la autorrepresión, la forma más acabada de una dictadura.
Las palabras importan. Y mucho. Por eso, a despecho de todos los materialismos, parece que Aristóteles tenía razón cuando ponía la palabra en el origen de la sociedad. Las palabras declaran la guerra y hacen la paz, señalan lo justo y lo injusto, denotan lo que se tiene por positivo y bueno y lo que por negativo y malo. Con las palabras, en suma, se construye el armazón simbólico del edificio social. Así, por ejemplo, hemos visto en los últimos años acuñarse una «neolengua» en la que palabras como ‘homofobia’ son usadas con el objetivo declarado de denigrar a todo aquel que sostenga o, simplemente, crea en una concepción de la sexualidad basada en criterios tradicionales y religiosos; o la palabra ‘gay’, es decir, ‘feliz’, para referirse a la persona que lleva una vida homosexual públicamente activa, en sustitución de vocablos menos valorativos.
Con estas palabras, y otras similares, lo que se busca es generar una atmósfera dogmática de creencias alternativa a la existente hasta hace poco tiempo y que, como en toda cuestión dogmática, pretende la exclusión y marginación del espacio público del discrepante. Quien discrepa se mueve entre la enfermedad mental -tiene una «fobia»- y la delincuencia. No caben más posibilidades. Pero ¿no es esto mismo una muestra evidente de fobia e intolerancia, de discriminación y odio por parte de los que así piensan frente a los que no? Porque, ¿quién odia a quién? ¿Quién es el intolerante y el discriminador? No puede haber libertad para los enemigos de la libertad, fue el eslogan que acuñó la Revolución francesa y con el que puso en marcha el uso de la guillotina a gran escala. No puede haber tolerancia con los intolerantes, se dice ahora, y vemos ya prepararse o, mejor, ya han comenzado a funcionar esas nuevas guillotinas mediáticas mediante las que se procura la muerte «civil» del disidente.
Y, con todo, no es la exterior la más terrible de las represiones. La dictadura de las palabras busca imponer una represión más sutil, más profunda, una represión en su sentido más freudiano. Se trata de que las ideas o sentimientos prohibidos y criminalizados no solo no puedan ser expresados, sino que no puedan siquiera ser pensados. El objetivo es que, cuando la idea o sentimiento intente hacerse explícito en el sujeto consciente, mediante un poderoso sentimiento de culpa, queden ahogados en el inconsciente. El objetivo, en suma, es la autorrepresión, que es la forma más acabada de una dictadura. La forma de progresar en esta dictadura es muy conocida tanto en el plano social, a través de una espiral del silencio inducida, como en el psicológico con la generación de sentimientos de culpa consistente en identificar ciertas ideas con hechos o consecuencias terribles.
Así, si un partido o movimiento político levanta la voz en favor de la unidad de la nación, de la familia o de cualquier otro valor religioso o tradicional, será inmediatamente tachado de ‘extrema derecha’. Pero la expresión ‘extrema derecha’ o ‘ultraderecha’ se vincula, a su vez, con el «nazismo». El nazismo -o el «fascismo»– se repite ad nauseam, es la extrema derecha por antonomasia, al tiempo que la expresión máxima de maldad que ha registrado nunca la historia. Luego, cuando se califica a alguien de ‘extrema derecha’, inmediata e inconscientemente es asociado al mayor horror imaginable.
Lo que se oculta, claro está, es que en la trágica historia de nuestro pasado siglo el comunismo y, por tanto, la «extrema izquierda» no anduvo en desventaja ni mucho menos en su historial de crímenes y horrores. Como se oculta igualmente lo que de «izquierdista» o «socialista» tuvieron tanto el nacionalsocialismo como el fascismo. Eso en cuanto a la vertiente socialista de ambos movimientos, pero ¿no estuvo acaso el nacionalismo igualmente vinculado a la izquierda y la Revolución francesa en su origen? El nacionalsocialismo y el fascismo históricos -no el reinventado y mistificado por la izquierda- fueron movimientos complejos que, en todo caso, tuvieron más de «revolucionarios» que de «conservadores» y que, como señalara Halévy, fueron los «hermanos enemigos» del comunismo.
En nuestros días, no es difícil observar cómo todos los partidos o movimientos políticos son llamados conforme a como ellos quieren ser denominados. Ni siquiera el sanguinario y cruel movimiento etarra escapa a esta regla, y es denominado por los grandes medios como «izquierda abertzale», esto es, «izquierda patriota», que es como ellos gustan de autodenominarse. Solo hay una excepción a esta regla, la de los partidos o movimientos políticos de «derecha» o «conservadores», inmediatamente calificados, o mejor, descalificados, como de extrema derecha, con todas las connotaciones ya mencionadas. Quedando establecido por la hegemonía mediática de la izquierda un principio que, más o menos, puede expresarse así: «Tú me tienes que llamar como yo diga, yo te puedo llamar como yo quiera». Y esto, evidentemente, es una forma más de izquierdear.
Lo dañino para el ciudadano medio español no es la mentira, sino la deformación de la realidad mediante la exageración de algunas noticias y el encogimiento hasta su ocultación de otras.
El término ‘izquierdear’ se encuentra en desuso, pero no puede hallarse de mayor actualidad en la realidad política española, hasta el punto de constituir la atmósfera que lo envuelve todo.