Javier Redondo | 11 de mayo de 2019
El Partido Popular debe mantener como mínimo la enclenque y canija posición en las elecciones de mayo.
Pablo Casado lleva plomo en las alas y la oposición interna juega con dos ventajas:
El revisionismo está mal visto en los partidos. Por cortesía, instinto de supervivencia, responsabilidad o coautoría, la nueva dirección corrige rumbo pero no presenta enmienda a la trayectoria de la anterior.
La especulación contrafactual beneficia al que maneja los hechos crudos e inapelables: los catastróficos resultados del PP se han producido bajo el liderazgo de Casado, lo cual no demuestra ni permitirá demostrar jamás qué hubiese sucedido en otra circunstancia. Sin embargo, el contrafáctico, disfrazado de más o menos centrismo, se esgrime como argumento de peso: Casado ha perdido, su estrategia ha sido errada, ergo con otra estrategia -u otro liderazgo- los resultados hubiesen sido mejores. No obstante, nada de lo que viene ocurriendo en el PP permite deducir esto tan alegre y convincentemente.
Los hechos concretos no deben disociarse del contexto y antecedentes. La pregunta pertinente para evaluar el estado comatoso del PP tras el 28-A, antes de hacer balance de los nueve meses de Casado al frente de su partido, es: ¿por qué Casado se impuso en el proceso final de primarias y elección de compromisarios? O, ¿por qué se aceleró el procedimiento de renovación de la cúpula?
En Moncloa aseguraron que funcionó lo que ya no funciona: el miedo a Podemos
A nivel interno, el PP se había convertido en una organización acartonada, pétrea, poco hidratada. Mariano Rajoy pareció darse cuenta de lo desatendido que tenía al partido en junio de 2016. Se había rodeado de una férrea guardia técnica de corps para sacar al país de la crisis sin doctrinarismos ni relato y creía suficiente echar una partida de dominó de vez en cuando con los paisanos. Con la repetición de los comicios ganó un match ball y, eufórico y chisposo, salió al hoy desolado balcón de Génova y pronunció un rotundo “gracias”. Confesó que debía al partido todo lo que era y tenía.
Barones regionales sostenían en privado que, si no hubiesen puesto a trabajar a las amodorradas bases en cada pueblo, por pequeño que fuese, las cosas podían no haber salido bien. En Moncloa aseguraron que funcionó lo que ya no funciona: el miedo a Podemos. En todo caso, el PP había perdido un tercio de sus votos después de su mayoría absoluta.
Años antes, Rajoy cerró a su manera el expediente Alberto Ruiz-Gallardón contra Esperanza Aguirre. En su última etapa no pudo hacer lo mismo con el choque entre María Dolores de Cospedal y Soraya Sáenz de Santamaría. De alguna manera esta disputa lo devoró, porque necesitaba a las dos: partido y Gobierno. En la larga tarde de la moción de censura, la contienda alcanzó su cénit. Cospedal sujetó al partido y Sáenz de Santamaría no sostuvo el Gobierno. Para entonces, la vicepresidenta -responsable de la aplicación del 155 en Cataluña- acumulaba poder e influencia sobre el presidente, pero había perdido apoyos y la confianza de muchos miembros del Gabinete.
El PP era un partido sumido en una profunda depresión que había dejado hacía tiempo de preocuparse por la formación de sus futuros cuadros. Permanecía vivo en el mundo rural y en pequeñas provincias, y para jubilados y autónomos. Perdía a chorros el voto urbano y joven y sus bases y leales fueron condenados al silencio por los demoledores efectos de la corrupción.
Durante el proceso sucesorio, Alberto Núñez Feijóo no dio el paso o se lo cerraron y Ana Pastor guardó prudente distancia en virtud de su cargo institucional. Ambos representan las dos voces en activo más autorizadas, basales y reverenciadas en el partido. Otros notables no terminaron de desperezarse en el Senado, el resto cayó en tierra quemada y algunos barones aguardaron al desenlace.
El PP perdía a chorros el voto urbano y joven y sus bases y leales fueron condenados al silencio por los demoledores efectos de la corrupción
El resto de lo que ocurrió entre Cospedal y Sáenz de Santamaría en el congreso extraordinario de julio de 2018 se resume en la victoria de Casado. Lo eligieron finalmente los compromisarios. Fue la prueba de que el partido, pese a la idea posteriormente extendida, rechazaba la continuidad en la figura de la vicepresidenta. Nada permite afirmar que, si las cosas hubiesen resultado de otro modo, probablemente la «hemorragia Ciudadanos» se habría contenido; no así la «hemorragia VOX».
El primer escollo con el que se encontró Casado fue que se vio obligado a sacrificar a Cospedal tras destaparse que encargó un informe a José Manuel Villarejo. Cospedal le habría permitido no conducirse a ciegas en la reconstrucción de la organización. A partir de ese momento, sus errores, que han sido unos cuantos -además de producirse de manera atropellada y desordenada- perfilan el devenir de la organización, pero no explican los resultados electorales.
Todos los partidos imponen unos límites a sus luchas intestinas y fratricidas: la supervivencia de la organización. Mientras los cuadros crean en ella, el partido tiene opciones de resistir. Para ello, resulta crucial mantener como mínimo la enclenque y canija posición en las elecciones de mayo. Primero, porque permitiría rehacer el partido de abajo arriba; segundo, porque los cuadros no iniciarían un proceso migratorio masivo.
Tanto hacia dentro como hacia fuera, a corto y medio plazo, la palabra clave la proporcionó Feijóo: más que de centrar, se trata de ensanchar. Porque lo primero es consecuencia lógica de lo segundo y tampoco hay que asumir tan disciplinada y dócilmente los gravámenes que impone la ortodoxia socialdemócrata.
El Partido Popular debe confiar en que su giro al centro dé frutos, esperar y estar callado.
Tres partidos separados y con líderes que se hostigan a la menor ocasión nunca podrán gobernar España.