Armando Pego | 12 de julio de 2020
Los recientes estallidos de violencia en las sociedades occidentales pudieran estar mostrando uno de los cíclicos brotes psicóticos que la modernidad no logra acabar de reprimir.
No es infrecuente que suelan calificarse de patológicos, además de los comportamientos de no pocos gobernantes, las acciones más o menos organizadas de grupos reivindicativos. Tampoco deja de suscitar perplejidad que la mera referencia a este posible diagnóstico no parezca tener el más mínimo efecto en las democracias para detener una espiral tal como aquella en la que nos estaríamos adentrando cada vez más frenéticamente.
Denunciar los riesgos de esta deriva es, a menudo, señalado como uno de los síntomas que para no pocos analistas justificarían las propias dinámicas que se están poniendo en juego. Gregorio Luri ha caracterizado este proyecto con el ajustadísimo nombre de psicosocialismo, al que definía como «la expropiación del alma haciéndonos creer que, con un yo y un cerebro, vamos sobrados».
Tal vez se nos haya hecho creer que se nos ha cedido de verdad el cuerpo para nuestro uso y disfrute a cambio de casi nada: usufructuar un alma en la que nadie cree de veras, desvanecida como un valor bursátil en bancarrota. Los recientes estallidos de violencia en las sociedades occidentales pudieran estar mostrando uno de los cíclicos brotes psicóticos que, pese a todo el discurso emancipador, la modernidad no logra acabar de reprimir.
El paradigma que determinara Descartes arrebató al universo cualquier cifra simbólica. La res extensa no alberga ningún misterio; solo mide una ignorancia que debe ser disipada con criterios tecnocientíficos. Pascal intentó salvar ese abismo sobrecogido ante «el silencio de los espacios infinitos». El alma había mudado en res cogitans.
En esta espasmódica etapa (pos)moderna, el cerebro mismo se ha convertido en una sorprendente máquina de sensaciones. Enajenados del mundo, entendido como el resultado de construcciones culturales, nos hemos alienado de nuestro propio cuerpo. Querríamos poseerlo como un campo neutral donde nos excitemos experimentando con esa ficción que llamamos identidades. Nuestro mito, sincopado, no es ya el del Prometeo romántico, sino el del múltiple Proteo transpersonal. Nos exaltamos imaginándonos como una res sentiens.
Pudiera dar la impresión de que la nueva normalidad haya acelerado el proceso de dilución de esas fronteras que conviertan la locura en la sensatez revolucionaria y la cordura, en el índice de un sistema represivo y culpable, no solo en su dimensión política, socioeconómica y cultural, sino también en sus raíces biológicas.
Se derriban estatuas o se exige y se acepta ponerse de rodillas, con esa halitosis pseudomística que suele acompañar a los cortejos dionisiacos pautados por intereses mediáticos y globalistas. Las cenizas de Dios se habrán aventado y el sujeto será un constructo heteropatriarcal, pero en todos estos acontecimientos la figura del padre (y de la madre) sigue presionando de una manera intolerable los conflictos psíquicos irresueltos que el 68 desencadenó. Antígona ha dejado de honrar los restos de Polinices.
El psicosocialismo es la expropiación del alma haciéndonos creer que, con un yo y un cerebro, vamos sobradosGregorio Luri, filósofo y profesor
En ese sentido, mantiene su vigencia la conocida frase de Jacques Lacan cuyo recuerdo confirma que continuamos bajo la compulsión de repetición: «Como revolucionarios, sois unos histéricos en busca de un nuevo amo; y lo tendréis». La sucesión de amos no ha hecho soportable la carencia insaciable de un deseo sin objeto.
La biopolítica siempre ha tenido muy presente, en su favor, el potencial destructivo de los experimentos psicodinámicos en las masas.
No se tiran abajo las estatuas de Fray Junípero Serra, Cristóbal Colón o el mismísimo Voltaire solo por barbarie disfrazada de pretensiones revolucionarias. Se proyecta sobre el objeto derrocado una violencia, de tan física, simbólica. En esa profanación emergen, a contrapelo y exasperadas, oscuras fuerzas del inconsciente social que condensan en los procesos de victimización unas potentísimas cargas imaginarias de ambivalente operatividad -y de terror- frente a lo real.
En la impugnación actual de los restos del pensamiento metafísico, englobado bajo los términos de dualista o de binario, en suma, de logocéntrico, no subyace solamente una profunda regresión narcisista e infantilizada hacia una experiencia de fusión omnipotente con un todo indiferenciado. Adopte el título de Pachamama o el de cualquier rol de género, sigue sintiéndose amenazada por la castración simbólica que instaura la Ley del Padre, la cual, al nombrar, pone límites al deseo incestuoso de una plenitud autodisuelta.
Frente a ella, el nuevo amo Estado promete imponer una Ley que garantice la anomia de todo deseo convertido ya en derecho indiscutido: el placer como pulsión de muerte. Como la amenaza neurótica a la posesión no deja de acechar, necesita legislar que, en los medios de comunicación, en la escuela y hasta en el hogar, todo disenso no solo no debe ser formulado, sino que ha de procurarse que no pueda ni siquiera ser pensado.
A principios de las Metamorfosis, Ovidio, desengañado, cantaba que «se vive del botín […]. / Vencida yace la piedad y la Virgen Astrea abandona, la última / de los celestiales, las tierras empapadas de muerte». ¿Quién habría dicho que, junto a Sigmund Freud, seguiría siendo ineludible sospechar mediante sus sospechas?
Los episodios del 11 y 12 de mayo fueron la antesala de los dos primeros años de una república sectaria, excluyente y peligrosamente escorada a la izquierda.
El fallecimiento de Roger Scruton lleva a reflexionar sobre su legado. El filósofo británico apuesta por la íntima y necesaria conexión entre moral y estética como un tipo de culto posreligioso.