Juan Milián Querol | 12 de agosto de 2020
El pleno contra la monarquía fue la penúltima del presidente de la Generalitat. La incompetencia y las prioridades equivocadas se están llevando empleos y vidas por delante en Cataluña.
La legislatura catalana no da para más. El pleno contra la monarquía de la pasada semana fue el epítome de los últimos años: gesticulación antisistema y división independentista. De hecho, esta legislatura nunca dio para nada. Joaquim Torra se dedicó desde el principio a deslegitimar la figura de la presidencia de la Generalitat, presentándose como el vicario del fugado y un hombre sin más proyecto que la agitación callejera -apreteu, apreteu-, mientras el Parlamento catalán tampoco lograba escapar de la más absoluta inoperancia. Nadie espera nada de esta legislatura y, desde la propia Generalitat, se había filtrado que ayer se convocarían unas elecciones que se celebrarían el 4 de octubre. Finalmente, habrá que esperar un poco más, hasta noviembre, porque el partido de Carles Puigdemont está aún en construcción y aún hay tiempo para algunas puñaladas traperas más entre los socios del Govern.
La deriva del tardopuigdemontismo provoca vergüenza ajena. La lírica del romanticismo nacionalista ya no tapa la prosa de los cargos y los recursos. Uno vivió los años intensos del procés con mucha preocupación, pero también con cierto orgullo, ya que enfrente teníamos a un adversario poderoso, que había conseguido crear un movimiento insólito -por retrógrado- en la Europa del siglo XXI. Décadas de infiltración en todos los ámbitos de la sociedad y un dominio extraordinario de los medios de comunicación habían atrapado en una burbuja emocional a casi dos millones de personas, que parecían dispuestas a sacrificar la economía y la convivencia por una ilusión. Sin embargo, tras el choque con la realidad, se ha producido una infantilización extrema de unas elites procesistas cuyas amenazas solo resultan creíbles cuando se dirigen contra los más humildes.
Se veían como matones de película, pero se han convertido en simples abusones de escuela. Van a por el más débil. En este caso, le ha tocado al secretario general del Parlamento catalán. En su imaginación quizá, Torra se veía derrocando al rey, cual sant Jordi con su lanza contra el dragón. En la realidad, ha acabado haciendo tuits contra un simple funcionario por no haber publicado completamente una disparatada moción. El grupo parlamentario de Junts per Catalunya también ha salido en tromba pidiendo al presidente del Parlamento el cese de una persona que se limitaba a cumplir la ley y lo predispuesto por los tribunales. No obstante, a nadie escapa que el objetivo oculto de la tropa de Puigdemont es presentar a Roger Torrent, y por extensión a toda Esquerra, como traidores a la causa. Es decir, JxCat ha dado una patada a ERC en el culo de un funcionario, porque no se atreven a decirse las cosas a la cara y en público.
Para entender esta fase del procés, podemos recurrir al juego de la gallina, esa competición, que recordarán por la película Rebelde sin causa, en la que dos participantes se dirigen hacia un precipicio con sus vehículos y gana quien frena el último. En 2017, no pocos analistas se referían al chicken game para explicar la relación entre el Estado y la Generalitat. No era del todo acertado, ya que al Estado no le esperaba ningún precipicio. Como reconoció la díscola exconsejera Clara Ponsatí, iban de farol. El Tribunal Supremo, por su parte, habló de ensoñación, aunque más bien fue una estafa a sus propios votantes. Hoy los líderes del independentismo siguen jugando, pero ya es obvio que los únicos participantes son ellos mismos: Puigdemont vs. Junqueras. Y, en todo caso, los seguros perdedores seremos todos los catalanes, porque, en plena crisis económica y caos sanitario, la incompetencia y las prioridades equivocadas se estén llevando empleos y vidas por delante.
Una vez más, los dos van de gallitos. En su libro contra Oriol Junqueras, Puigdemont se presenta a sí mismo como una persona convencida de ir hasta el final, sin importarle las consecuencias personales, como si no hubiera huido cobardemente tras escribirle a los suyos: «Mañana, todos a los despachos». Por su parte, en su última entrevista en TV3 y tras repetirse mil veces que él es buena persona, a Junqueras su vanidad le permitió exhibirse, a la vez, como un matoncito. Tras prometer que volverán a hacer aquello que ante el tribunal juraron que no habían hecho, explicó que en la cárcel había un tipo que «estaba acostumbrado a mandar» hasta que llego él. En definitiva, a estos dos, a Puigdemont y a Junqueras, se les podría aplicar aquel chiste que dice que sería un buen negocio comprarlos por lo que valen y venderlos por lo que ellos dicen que valen. Dos milhombres que no han tenido lo que hay que tener para explicarles a los suyos la verdad.
Llegados a este punto, la del pleno contra la monarquía fue la penúltima de Torra. La última será, dicen, la convocatoria de elecciones entre la decisión del Tribunal Supremo y la notificación de la inhabilitación definitiva. Así, aún habrá tiempo para un debate de política general justo después de la Diada, y también unas semanas para demostrar la negligente y caótica gestión de la pandemia por parte de las consejerías de Esquerra. Si España ha protagonizado los peores índices de los países desarrollados, Cataluña se ha mostrado como la más ineficaz de las autonomías. Y es que el procés no conducía a la independencia de Cataluña, sino a la aceleración de su decadencia, un crimen político que, si las próximas elecciones no lo remedian, habrá sido cometido con total impunidad.
El arzobispo de Barcelona, Joan Josep Omella, es la última víctima de la deriva independentista. El nacionalismo ya no solo ansía el silencio del discrepante, sino que exige una adhesión inquebrantable a todos.
Tenemos Sánchez para rato. Es indudable el éxito del presidente en la negociación con la Unión Europea. Veremos cómo sale de esta Iglesias. Si tiene dignidad, estamos abocados a una crisis de Gobierno.