Javier Redondo | 12 de octubre de 2020
Hoy vence el Día de la Fiesta Nacional más apagado, que corona un puente luminoso que ha pedido a gritos un disfrute que nos permitimos con cuentagotas y vigilantes en un Madrid acechado por Illa y Sánchez.
Para una de las pocas veces que luce el sol, desluce la Fiesta, ensombrecida por el maldito virus que ni se ha ido por su propio pie ni lo «hemos derrotado» en esa batalla ilusoria en la que combatían soldados inermes de batas blancas y verdes pero sin protección del mando único. Luego, en abril, las autonomías proporcionaron EPI a médicos, enfermeros y farmacias. El sol templa el Paseo de la Castellana, pero no hay desfile con la pompa, público y algarabía de otros años ni homenaje jubiloso a nuestras Fuerzas Armadas, cuyo día tampoco se celebró el pasado 30 de mayo. Hoy vence el Día de la Hispanidad más apagado, que corona un puente luminoso que ha pedido a gritos un disfrute que nos permitimos con cuentagotas y vigilantes en un Madrid acechado por Salvador Illa, la incertidumbre, y en alarma por el desquite de Pedro Sánchez, que no la extiende ni aplica donde en su caso haría la misma falta. Madrid es su develo.
Hubo un tiempo, no hace tanto, corría 2017, cuando, cuatro días después de la multitudinaria manifestación de civismo, constitucionalismo, Ilustración y europeísmo en Barcelona -a su vez, transcurridos otros cinco días del discurso del rey que levantó el ánimo de la nación y paró el golpe secesionista-, todos los poderes del Estado arroparon a Felipe VI el 12 de Octubre. Fue un día fresco, pero también radiante, como hoy. La felicidad del país se reprodujo en Madrid -que reunió una asistencia récord al desfile- y Barcelona, donde 65.000 banderas de España volvieron a verse en la ciudad. Y aun así, la jornada se vistió de luto -España y la fatalidad-: murió el capitán Borja Aybar, de regreso a la base de Los Llanos. La noticia sobrecogió a los 1.500 invitados mientras abandonaban el palacio. El Gobierno sin fisuras, la oposición en bloque, 26 exministros socialistas revitalizados para la ocasión: el espíritu del 78 reapareció ‘vitaminizado’ y ‘mineralizado’.
Se había impuesto el imperio de la Ley y la nación había recuperado la ilusión. Ni siquiera tuvieron recorrido las consignas de populistas en recesión, que hoy, sin embargo y paradójicamente, son ministros con cuenta de Twitter, pero sin cartera ni más competencias que la agitación: teclean a sus anchas, para pasmo de la concurrencia y omisiones del presidente. Al principio, la vicepresidenta Carmen Calvo reprendía a los milenial de ácido sulfúrico; ya solo quedan Margarita Robles y Nadia Calviño para desmentirlos. Dos semanas después de aquel alborozado 12-O, Carles Puigdemont se fugó a Bélgica en el maletero de un coche, cual Casanova sin la épica de 1714: como suele suceder, la historia se repite en forma de farsa.
Solo un año después, ese espíritu de unidad se desvaneció. Sánchez, ya presidente, cambió de traje y faz. El 10 de octubre de 2018 firmo un acuerdo de presupuestos con Pablo Iglesias que no era tal ni incluía un solo número, sino que constituía una suerte de reedición del Pacto del Tinell en torno a la mayoría de la moción de censura: 2017 no fue un espejismo ni una ficción, sino una gran e incluso única oportunidad malograda por un afán y anhelo personal. El Parlamento de Cataluña acababa de reprobar al rey en una petición de la que participó En Comú Podem. Así transcurrió la Fiesta: nublado, calor y un grupo reducido pero próximo a la tribuna que coreaba «elecciones, elecciones». Pese a lo comprometido por Sánchez, no había comicios en el horizonte; no como en 2019: precampaña y vísperas de la sentencia del Tribunal Supremo que dejó un poco más solo al rey, 493 páginas que acreditaron la «ensoñación» que se tradujo en sedición y malversación de fondos públicos. Así que el último 12-O transcurrió a 26 grados, eclipsado por el run-run del inminente fallo y a un mes de la reválida que no sacó Sánchez: de ahí sus inmediatos y siguientes aprietos y rencores.
Desluce la Fiesta Nacional, que es la de todos, porque nos corroen dos virus. El populista-supremacista extiende a Sánchez la factura que debe cobrar al rey a plazos por su discurso de aquel 3-O. El presidente se toma un recurso de la comunidad y una sentencia como un asunto personal, se revuelve y saca el cañón de la alarma. Illa comparece como hace meses… La audiencia de la tele estorba menos que el público en las gradas desmontables. Todo muy de ‘nueva normalidad’.
Pedro Sánchez sabe que sacar adelante los presupuestos le garantiza acabar la legislatura. Si consigue pasar el examen, ya no le preocupará Iglesias, salvo para quedarse con buena parte de sus votos, que para eso el PSOE es el grande y Podemos el chico.
La Hispanidad no es una ideología, sino una realidad histórica y cultural, que por cierto hicieron suya izquierdistas de nota como Trotsky.