Juan Milián Querol | 13 de enero de 2021
La estrategia de la nueva vieja izquierda es ya evidente: crear problemas donde no los hay y desaparecer cuando estos son reales.
Del coronavirus es como una gripe, al Filomena son cuatro copos de nieve. La mayor nevada en décadas ha cubierto media península, ha cerrado centenares de vías de comunicación, obstaculizando el acceso a hospitales, atrapando a miles de camiones y provocando el caos en Barajas, pero que no cunda el pánico: el ministro de Transportes ya ha salido a atacar a Pablo Casado. Es ya un modus operandi de este Gobierno. Año nuevo, mismo Pedro Sánchez. Las alertas se las pasan por el forro, incluso las de sus entes, como la Agencia Estatal de Meteorología. Han reaccionado de la misma manera que el día que la OMS advirtió del riesgo de pandemia o cuando la Unión Europea aconsejó hacer acopio de material de protección para los sanitarios. En lugar de preparar planes de contingencia se dedican a redactar argumentarios contra la oposición.
La tercera ola pandémica ha llegado y ya pocos dudan de que España volverá a liderar los peores rankings. Nada ha hecho el Gobierno para que esta vez sea diferente. Sin embargo, con la nueva ola también ha llegado el temporal Filomena. 2021 dobla la apuesta. La hemeroteca nutre las redes sociales: «Qué coño tiene que pasar para que Rajoy salga de la Moncloa y pise el barro», preguntaba insultantemente el entonces aspirante. Retuitear al Sánchez del pasado es azotar inmisericordemente al Sánchez del presente. Y es que la Moncloa hizo su magia y su inquilino desarrolló el famoso síndrome más rápido de lo habitual. Pronto pasó de recorrer España en búsqueda de apoyos contra Susana Díaz a ir a festivales musicales con el Falcon o a la boda de un cuñado en helicóptero.
Su preocupación por el futuro de los españoles es tan auténtica como su tesis doctoral. A su calculada falta de respeto hacia la oposición, apartando desdeñosamente la mirada y tachando de desleal la más mínima crítica, Sánchez suma el desprecio hacia los problemas de sus propios votantes. Ha desconectado de la realidad. Los españoles hemos sufrido colectivamente uno de los peores años de nuestras vidas. Miles de familias han perdido a seres queridos y millones se encuentran sin trabajo, pero la empatía presidencial ha sido nula. La última vez que se le vio compungido -compungido de verdad- fue allá en el año 2016 cuando renunció a su acta de diputado y, entre lágrimas, vio desaparecer su sueño de ser presidente. Parece que, con cierto trauma, volvió para vengarse de los españoles, abrazándose a independentistas y populistas que, ciertamente, a él no le han quitado el sueño.
En la primera ola de la pandemia Sánchez adoptó un rol césaro-castrista. Aprovechó que los españoles estábamos confinados para meterse en nuestras casas en forma de discursos vacíos e interminables. Lo único que le importaba era que lo viéramos, que lo contempláramos al frente de la situación, como comandante en jefe que, tras derrotar al cadáver de Franco, iba a hacer lo propio con el coronavirus después de haber negado su peligrosidad. Y de chapa en chapa, llegó el día en el que anunció la victoria: «Hemos derrotado al virus». Salid y consumid tranquilos. Él se fue de vacaciones. Fueron las vacaciones de su vida. En plena pandemia disfrutó de más días de asueto que durante el año anterior, cuando negociaba su investidura. Prioridades.
En la primera ola de la pandemia Sánchez adoptó un rol césaro-castrista. Aprovechó que los españoles estábamos confinados para meterse en nuestras casas en forma de discursos vacíos e interminables
Pero el virus seguía entre nosotros y la previsión y la gestión del Gobierno fueron tan ineficaces en la segunda ola pandémica como negligentes fueron en la primera. Esta vez a Sánchez le dio pereza tener que dar explicaciones y con la excusa de la cogobernanza se desentendió del maldito y testarudo virus. Que se las apañen las autonomías, vino a decir; y emergieron diecisiete formas de hacer frente a un mismo problema, sumiendo a la población en la confusión. Pocas veces supimos en qué fases nos encontrábamos. Será el efecto Illa, el que decía no a la mascarilla.
La desidia debe de ser contagiosa en palacio, porque a Pablo Iglesias, el socio, tampoco parecen preocuparle los problemas del pueblo. En la cepa podemita la hipocresía parece más evidente, porque la carga demagógica fue mayor. Traviesos disidentes andan recordándole sus acusaciones contra eléctricas y Gobierno cuando la factura de la luz subía y él estaba en la oposición, pero el vicepresidente ni se inmuta ahora que el precio de la electricidad se dispara un 27%. Estará viendo la quinta temporada de alguna serie televisiva a la espera de que se le descongele la piscina del casoplón de Galapagar. No molesten.
En definitiva, vinieron a asaltar los cielos, no a gestionar las nevadas que de ellos caen. La estrategia de la nueva vieja izquierda es ya evidente: crear problemas donde no los hay y desaparecer cuando estos son reales. Sánchez volverá cuando a sus maquiavelitos se les ocurra cómo culpar a la oposición de las heladas o cuando tenga a bien anunciar que él, él solito, ha derrotado a la temible Filomena. Y, tras el vídeo de producciones Redondo, tratará de empalmar las vacaciones de Navidad con las de Semana Santa. Si ante las tres olas de la pandemia han actuado tarde y mal, no esperemos una reacción diferente ante cualquier otra crisis. Sánchez ya no se baja del Falcon, al menos hasta que la democracia lo eche.
Lo importante para un Gobierno experto en levantar castillos en el aire es convencernos de que, en un futuro cercano y solo gracias a Sánchez, aquí habrá vacunas para dar y tomar.
Vox es la coartada necesitada por Sánchez para mantenerse en el poder. La nueva generación socialista lo ha entendido perfectamente.