Javier Redondo | 13 de abril de 2020
El Gobierno se empeña en posponer los homenajes y el luto oficial por los fallecidos en esta pandemia de coronavirus. Los muertos no encajan en su narrativa.
De entre los pretextos indeterminados -cuando no balbuceos o directamente omisiones- que arguye el Gobierno de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias para evitar el luto oficial y los crespones negros, el que se sostiene con mayor dificultad es el de que “ya habrá tiempo de honrar a las víctimas”. No. El luto tiene su tiempo; el llanto halla consuelo cuando se comparte y se siente próximo -aunque en la obligada distancia- el calor humano y el raso manto de la empatía. Los muertos de la COVID-19 se evaporan cada día tras una cifra glacial y confusa. Pero no son tantos sino ellos.
La permanente teatralización y puesta en escena del Gobierno y su aparato de propaganda; su obsesiva inclinación por adulterar los hechos, combatirlos, disimularlos, enfriarlos, reescribirlos y representarlos; su tozuda huida hacia delante con la carga de su pecado original -menospreció el riesgo e inadvirtió señales- aconseja hurtar las imágenes del dolor y las coronas de flores. Los fallecidos no encajan en la narrativa. El combate, sugieren los publicistas de Sánchez y la doctrina oficial, no puede permitirse bajones anímicos. Como si la muerte y el duelo tuviera intermitencias. Sánchez pospone el derecho a la crítica, las coronas de flores y el incienso para los difuntos. El virus condena a las familias de los fallecidos a llorar solos y en su penumbra. La razón del relato los condena a la demora.
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Resulta paradójico que un Gobierno tan empeñado en la memoria la rehúya y ahora le queme en las manos. La razón es que cree que la memoria es un lugar recreado de la historia, no un gesto compasivo y tierno de aproximación a quien sufre. Ante semejante guadaña, un virus que se ceba sobre todo con nuestros mayores, no podemos permitirnos el camuflaje, porque hemos de asumir que nos hemos permitido una suerte de descarte. El descarte es una decisión; ocultarlo es una consecuencia de la posmodernidad reacia a las adulteces. Qué menos que honrar cada día a quienes admiten su último sacrificio, otra vez, austera, generosa y mansamente.
Se van los viejos, ceden su sitio pero no mueren en vano. Algunos lo hacen para salvar otras vidas. Y todas estas vidas que quedamos un poco más desgastadas les debemos recuerdo diario y acompañar a sus familias. Esa manifestación pública de duelo rebajaría nuestra deuda. Es un deber cívico, un tributo a una generación y una muestra de conexión. La empatía es el motor de la unidad. Los que salimos al balcón sabemos que el aplauso de las ocho también va por ellos, por los que nos dejan: se merecen crespón y luto, mientras dure la pandemia han de acompañarnos como parte de lo que sucede. Sin embargo, la remasterizada lírica belicista con argot de influencer aplaza los homenajes.
Una conocida periodista colgó un tuit el jueves pasado: “Esta semana ha fallecido mi padre. En su casa, de repente. No he podido despedirme de él, velarle… Es tanto el dolor, el vacío, la tristeza que siento…”. La sociedad puede llenar una infinitesimal parte de ese vacío con el reconocimiento público a toda una generación. Nuestros mayores de acero constituyen, como ha escrito el periodista Agustín Valladolid, “la mejor generación viva de este país”. Ellos -como todo el que fallece estos meses aciagos- mueren solos. Era su mayor miedo y no lo hemos apaciguado ni evitado. Los ancianos no temen a la muerte sino a la soledad.
Alguien en redes escribió hace unos días: “Los niños de la guerra mueren solos”. Así es: ellos son los que sufrieron, hicieron cola, reconstruyeron el país, se perdonaron -y nos perdonarán-, callaron en pos de la concordia, se guardaron sus recuerdos y sus difuntos para enseñarnos que su dolor tenía un propósito constructivo. Esa generación hizo la Transición y todavía tuvo que cargar a destiempo con un último cometido: sostener a las familias, cuidar de sus nietos y soportar el peso de la última crisis económica. Ellos saben que se esfuma su tiempo. Lo que ignoraban es que había que retrasar el homenaje porque el duelo, el silencio, el crespón y la corbata negra interrumpen la función. Así, crudamente, en tiempo real, se manifiestan las intermitencias de la memoria.
Traducimos este artículo de Chad C. Pecknold que analiza la crisis del coronavirus a través del libro «Creación y pecado» del cardenal Joseph Ratzinger.
La tarea principal del Gobierno desde el 8M no ha sido gestionar el coronavirus, ni apelar a la unidad, sino conseguir una imagen edulcorada de Pedro Sánchez.