Daniel Berzosa | 13 de agosto de 2020
El legado político indiscutible del Rey Don Juan Carlos es su ejercicio de la monarquía parlamentaria, que desarrolló de forma impecable, y hasta heroica, desde su proclamación hasta el día de su abdicación.
El episodio nacional del traslado del Rey Don Juan Carlos, por su regia voluntad, a algún lugar fuera de España hasta nuevo aviso parece también un resultado de esa «sociedad del cansancio», que ha estilizado con brillantez Byung-Chul Han, en contraposición a las ideas de Peter Handke. Es un cansancio que se acaba convirtiendo en «violencia, porque destruye toda comunidad, toda cercanía, incluso el lenguaje». No es un «cansancio elocuente, capaz de mirar y brillar»; es un cansancio mudo, ciego, que aniquila cuanto cae en su embudo de rencor ante una existencia cuyas limitaciones de todo orden no se acaban de aceptar.
Ese tipo de «cansancio a solas (Alleinmüdigkeit), que aísla y divide» parece ser el estado colectivo donde se halla morbosamente boqueando la fragilizada sociedad española desde el contubernio Zapatero-ETA-Ley de memoria histórica, el salto al vacío del separatismo catalán y la irrupción de populismo. Un tipo de cansancio autodestructivo que se alimenta de una excitación incesante y superficial a base de informaciones sesgadas, estímulos inhumanos e impulsos salvajes que generan más desasosiego, insatisfacción e ira. Es una dinámica perversa, donde ganan la emoción frente a la razón, la tribu frente a la ciudadanía y, final y contradictoriamente, la esclavitud frente a la libertad. Y alguien debe pagar por ello. Alguien que no sea naturalmente Yo.
Ese Yo es por supuesto cada individuo, cada uno de nosotros, aisladamente considerados, pero también integrados en el soberano como pueblo y como poder constituido del cuerpo electoral nacional, autonómico y local. Y es también el Yo colectivo de los ciudadanos que han integrado e integran los partidos políticos, los sindicatos de trabajadores y las asociaciones empresariales, y las demás asociaciones civiles y grupos de presión; de los órganos del Estado central, de las comunidades autónomas y las entidades locales. Todos ellos, todos esos Yoes, todos nosotros sabemos lo que hemos hecho, hemos consentido y hemos dejado de hacer en estos 42 años de vida democrática en España, en nuestras vidas, en nuestras organizaciones y como ciudadanos para el crecimiento de nuestra nación en el orden político y la paz social.
El ruido político, mediático y ambiental se enfoca y está dirigido de forma suicida y con afanoso empecinamiento hacia la destrucción de la propia comunidad nacional y de su organización en un Estado social y democrático de Derecho, mediante la Constitución de 1978, que fue posible principalmente por la decidida voluntad y el poder cuasi absoluto de que, entonces, gozaba Juan Carlos I. Único caso de un monarca, realmente tal, que se desposeyó de sus poderes soberanos a favor de un gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, en una Transición dificilísima y modelo, que, desde la concordia de todos —y el 99 % de los dirigentes e instituciones involucrados, empezando por las Fuerzas Armadas, dieron ejemplo de ello—, superara por fin el canceroso enfrentamiento incivil de las dos Españas.
El don de gentes, la admiración que causaba y el despliegue internacional que lideró Juan Carlos I fue determinante para que vinieran a España muchas inversiones estratégicas de nuestra riqueza nacional o que las consiguieran nuestras empresas en el exterior. Esas mismas cualidades personales asentaban el prestigio de que ha disfrutado España en el mundo de forma incuestionable hasta hace pocos años. Recomiendo leer el actualizado, conciso y excelente resumen de Juan Pablo Fusi en «Juan Carlos I y el régimen del 78» sobre los logros conseguidos bajo su reinado, obtenidos solo por él o con su imprescindible intervención.
Pero, con todo, el legado político indiscutible del Rey Don Juan Carlos es su ejercicio de la monarquía parlamentaria, que desarrolló de forma impecable, y hasta heroica, desde su proclamación hasta el día de su efectiva abdicación. Ese legado imprescindible para la convivencia democrática y en paz de todos los españoles lo recogió, y lo viene desplegando también de forma insuperable —y en su caso con ejercicio heroico y extenuante—, su hijo, el Rey Don Felipe, desde el 19 de junio de 2014.
Con una monarquía así configurada en la Constitución, amparada en la institución de la Corona y por el ejercicio admirable de sus sucesivos titulares hasta el presente (Juan Carlos I, Felipe VI), se integra en la Jefatura del Estado toda la diversidad del pueblo español y se garantiza simbólicamente —y no tan simbólicamente— su unidad y permanencia; la convivencia y alternancia en los poderes efectivos de opciones políticas diversas y contradictorias (no solo entre sí, sino opositoras de la propia Institución Real y la Constitución; pues, como desgraciada y erróneamente estableciera el Tribunal Constitucional, nuestra democracia no es militante), mediante elecciones libres por sufragio universal celebradas de forma periódica.
No puede ser, porque no es sensato, ni proporcionado, ni conveniente, ni justo para el conjunto de 47 millones de españoles, echar abajo todo el edificio de la Constitución, que no es solo una norma jurídica y la fundamental del Estado -que lo es, por otro lado-, porque el Rey Padre haya podido cometer irregularidades en su vida privada, que, además, no han tenido consecuencias ni para sus funciones como Rey, ni contra las arcas públicas. Por lo que tiene aún menos sentido y fundamento pretenderlo en el caso de que semejantes sospechas se vieran verificadas una vez abdicada la Corona, porque desde ese momento ya no era el Rey.
Claro es, salvo que nuestros dirigentes políticos y el conjunto o mayoría de la nación hayan enloquecido de forma definitiva y suicida, a causa de ese cansancio existencial de que hablaba al inicio, de un aburrimiento profundo entendido no como principio de toda creación (Walter Benjamin), sino como principio de la autodestrucción, de una adolescencia del espacio público y una instauración del pensamiento Alicia con carácter general que lleve al hundimiento de todo y todos.
Porque, que no se engañe nadie, y menos los ilusos contemporizadores y los que, ahora, reptan de perfil u ocultos en las sombras de la hipotética ganancia de los ríos revueltos. Cuestionar un elemento sustancial de un pacto es cuestionar el pacto entero, desde la raíz. Todo.
El objetivo último de las fuerzas políticas y mediáticas que han presionado para que se produjera alguna acción en torno al Rey Padre no es él, ni siquiera va a ser el Rey, Don Felipe VI, cuya deslegitimación social van a intensificar muy pronto (pese a su transparencia y ejemplaridad), sino, como con sagacidad ha escrito recientemente el profesor José Varela Ortega en «¿Monarquía o república? Un falso dilema», «el objetivo estratégico no es la Corona, sino el verdadero soberano: el conjunto de la ciudadanía española».
Tras la anexión de Austria por la Alemania de Hitler, los líderes políticos de Gran Bretaña y Francia de 1938 estimaron que la condición para apaciguar las ambiciones nazis era la entrega de los Sudetes. De nada sirvió. Manifestaban los franquistas partidarios de la continuidad sin más del régimen, a partir del brillante profesor Jesús Fueyo: «Después de Franco, las instituciones». De nada sirvió. ¿Estarán las instituciones democráticas que Juan Carlos I tanto ayudó a consolidar a la altura del desafío que se avecina?, se pregunta oportunamente Jaime Carvajal Urquijo en «Una democracia desmemoriada».
Y todo esto está ocurriendo en España, donde es fácil trasladar a un rey de su casa; pero casi imposible echar a un okupa de la tuya. En nuestro país, donde, según Arturo Pérez-Reverte, «cualquier paleto mierdecilla, cualquier leguleyo marrullero son capaces de llevárselo todo por delante por un voto o una legislatura. Saben que nadie pide cuentas. Se atreven a todo porque todo lo ignoran, y porque le han cogido el tranquillo a la impunidad en este país miserable, cobarde, que nada exige a sus políticos pues nada se exige a sí mismo».
A lo mejor convendría que nos perdonásemos y perdonásemos para enderezar la situación sin tener que pasar por un suicida asolar todo y un imposible construir desde cero. Mientras este deseo de buena voluntad se cumple, urge detectar si concurre invisiblemente alguna clase de herrumbre interna que esté corroyendo los mecanismos del poder. Y urge poner pie en pared. No se puede estar solo a la defensiva frente a la agresividad.
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