Daniel Berzosa | 14 de enero de 2021
La confianza recíproca entre distintos sistemas judiciales que sostiene la «euroorden» ha desaparecido después de que la justicia de Bélgica entre a examinar el derecho procesal español en el caso del procés.
La confirmación de la decisión del tribunal de primera instancia belga por el tribunal de apelación, respecto de la aplicación de la orden europea de detención y entrega («euroorden») emitida para el exconsejero de Cultura del consejo ejecutivo de la comunidad autónoma de Cataluña, Lluís Puig, es una herida mortal para la vigencia del citado instrumento de cooperación judicial europeo en su actual configuración.
Lo es desde el punto de vista práctico, a partir del momento en que su deseado automatismo, basado en la confianza recíproca entre los sistemas judiciales de los Estados miembros de la Unión Europea firmantes del acuerdo de dicho mecanismo, ha desaparecido por entero, al entrar de lleno la justicia de Bélgica a examinar el derecho procesal español y el modo como se aplica el derecho material por la justicia de España.
Desde el punto de vista jurídico, al margen de invocar un más que discutible dictamen de una comisión de cuestionable composición, por mucho que se enmascare tras el nombre de «Naciones Unidas» -las instancias competentes deberían tomarse también en serio lo que está sucediendo en dicho organismo internacional, al menos en lo que se refiere a los grupos de trabajo supervisores de los derechos humanos-, el tribunal de apelación ha confirmado la ratio decidendi esencial del tribunal de primera instancia. Que es esta: el Tribunal Supremo de España no tiene competencia para juzgar al exconsejero, porque no hay una norma legal expresa que dé cobertura a la «conexión delictiva» que invoca para conceder la euroorden.
De nada ha servido a los jueces belgas que el magistrado del Tribunal Supremo, Pablo Llarena, haya ofrecido su testimonio explicativo; ni que la sentencia del procés se haya incorporado a las nuevas euroórdenes; ni el argumento racional y jurisprudencialmente aquilatado de que un mismo tribunal debe juzgar a los acusados, aun cuando tengan temporalmente distinta calificación subjetiva procesal o la comisión del delito haya sucedido en lugares distintos, si comparten los hechos originales y tienen efectos inescindibles con el fin de impedir resoluciones judiciales distintas.
En ese ejercicio impropio de juzgar a la justicia española, esta ha sido condenada, confirmando cuanto pedía Puig, excepto en dos puntos. El tribunal de apelación belga estima que el sistema judicial español es imparcial y que no lo ha procesado por sus ideas políticas. Dicho jocosamente: el Tribunal Supremo se ha equivocado sin mala intención.
No obstante, el propio tribunal se contradice cuando, en su mismo pronunciamiento, emite un juicio político acerca del riesgo a la presunción de inocencia de Puig, por el debate abierto en España. Esta manifestación es totalmente inaceptable y vulnera la jurisprudencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE), que ha declarado que los jueces requeridos no pueden denegar una euroorden por polémicas políticas que realmente no perjudiquen, de forma efectiva, los derechos del sujeto. Sin ir más lejos, el TJUE acaba de indicar a un juez neerlandés que ha vulnerado la normativa sobre la euroorden al denegar la solicitada por un juez polaco.
El instrumento de la euroorden albergaba una especie política de enzima «federalizadora» que ha quedado inhibida
El resultado subsidiario de la decisión es que el juez competente para encausarlo es el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña. Ni que decir tiene que esta decisión tendrá consecuencias en la potencial entrega a la justicia española de Carles Puigdemont, Toni Comín y Clara Ponsatí, cuyas euroórdenes están pendientes de la decisión del Parlamento Europeo sobre su inmunidad como miembros de dicho órgano de la Unión Europea.
Pero, también -lo que es más importante-, estas decisiones acumuladas tienen y deberían tener consecuencias desde el punto de vista político, esto es, de la voluntad manifestada de avanzar en una integración no solo económica, sino hacia el establecimiento de un ente del tamaño de los que están jugando en el tablero mundial. Para lo que se necesitan conexiones, engranajes y desenvolvimientos dotados de obligatoriedad para quienes deben aplicarlos.
El auténtico porqué de la euroorden, como tantas vías inteligentes y espirales de la integración política que han ideado -y deben seguir ideando ahora más que nunca- los europeístas, no podía estribar solo en la aspiración de entregar a los Rinconetes y Cortadillos que en el mundo son y han sido, sino a cualquier delincuente perseguido por la justicia de un Estado firmante. El instrumento de la euroorden albergaba una especie política de enzima «federalizadora» que ha quedado inhibida.
Al margen de los sentimientos que genera a un español europeísta -y a cualquier europeísta- lo que viene pasando con los órganos judiciales del Estado belga en relación con las euroórdenes, expedidas por el máximo órgano judicial del Estado español en unos asuntos concretos, para mayor contrariedad y ausencia de aclaración, siquiera sea jurídica, el conflicto tampoco obtendrá una respuesta del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH), ni probablemente permitirá que se pueda plantear una cuestión prejudicial ante el TJUE, al haber renunciado la fiscalía belga a recurrir dicha resolución judicial a su tribunal supremo. Flota una duda: ¿Qué peso ha tenido en ello que el tribunal haya tomado nota de que el partido sedicioso del 1-O es socio del Gobierno español?
Por todas estas razones, que constituyen la evidencia del fracaso de la euroorden vigente, sería muy deseable que volviera a la mesa de la construcción de una verdadera Unión Europea. Lo que debe hacerse retomando inmediatamente el camino iniciado por el eurodiputado Javier Zarzalejos con la propuesta de modificación de la euroorden, aprobada por la Comisión de Libertades Civiles del Parlamento Europeo, que contempla los «crímenes contra la integridad constitucional de los Estados miembros», para que sea validada por el pleno del Parlamento y la Comisión Europea pueda darle forma normativa. Y, también, incluyendo la cuestión de la cooperación judicial real y efectiva en el examen de conjunto que persigue la «Conferencia sobre el futuro de Europa», atrasada como tantas cosas por el coronavirus, y en la que tengo el honor de participar a través del Comité Científico y la «Global Academy» de «Citizens pro Europe».
La Justicia determina que el procesamiento y la rebeldía no son causa legal de inelegelibilidad.
La sentencia del Tribunal Supremo sobre el «procés» trae a la memoria episodios pasados que se vivieron en Cataluña en la primera mitad del siglo XX.