Mariona Gúmpert | 14 de febrero de 2021
El PSOE et alli siguen encabezando las encuestas y tienen barra libre para hacer y deshacer, decir y desdecirse a capricho, sin siquiera tener que hacerlo soterradamente: porque son los abanderados de la nueva moral.
No aportaré nada nuevo si comienzo a relatar las innumerables ocasiones en las que los miembros del Gobierno de España no solo han camuflado con engaños y eufemismos sus desmanes, sino que directamente han reconocido que mintieron de forma deliberada.
¿Cómo hemos llegado a tener una ciudadanía a la que este tipo de cosas no le hace reaccionar? ¿Será que, como algunos votantes afirman, eligen a sus representantes sabiendo que son el mal menor? Ley d’Hondt aparte, cabe preguntarse en estos casos qué fue antes: el huevo o la gallina. O, a saber, si una sociedad pragmática y resignada da lugar a políticos pragmáticos –lo que se traduce en individuos que solo miran por sí mismos- o si la clase de gobernantes que tenemos ahora produce una ciudadanía desencantada y hastiada.
Es imposible dar una respuesta definitiva a este tipo de cuestiones, porque todo lo que atañe a lo humano es complejo. Pero sí podemos observar que –contrariamente a la actitud que mantiene nuestra clase política- el sentido del honor es y ha sido una de las virtudes más valoradas en nuestra sociedad occidental. Que en teoría sigue vigente es fácilmente demostrable a través de la industria audiovisual, donde encontramos infinidad de películas y series bélicas cuyo punto central –además de la acción- es el honor por encima de otras consideraciones (entre ellas, la propia vida): Hombres de honor, 1917, Salvar al soldado Ryan, Band of Brothers o La gran evasión, entre muchas otras.
Ahora bien, el honor es una virtud y, como tal, no se adquiere por mera decisión: uno ha de aprender a reconocerla en sus mayores, y decidirse a practicarla constantemente, de forma que se acabe incorporándola al propio ser y resulte casi imposible renunciar a ella. Ahora bien, ¿por qué se valora la honra? Porque, de forma consciente o inconsciente, se la considera parte de un ideal de vida buena. Buena en sentido ético, no pragmático, se entiende. En un sentido práctico y de supervivencia, la máxima es «tonto el último», que es la que parece reinar en nuestra clase dirigente.
¿Qué ideal de vida buena es popular en los ciudadanos españoles, si nos atenemos al discurso de sus productos culturales más exitosos? Sé tú mismo, carpe diem, ámate, vive nuevas experiencias, como sugiere de forma cínica el CEO de Glovo. La que más me llama la atención es «la felicidad está en los pequeños momentos», dado que ahí está una de las claves que explican nuestro declive cultural. A falta de ideales consistentes acerca de en qué consiste una vida lograda (y, en consecuencia, algo por lo que merezca dar la vida), se recurre a máximas como las que he mencionado. A raíz de la pandemia, estos nuevos mandamientitos se han vuelto más relevantes, al hacerse más palpable la fragilidad y la fugacidad de nuestra existencia.
A pesar de este discurso líquido y pluralista que se nos viene ofreciendo durante al menos cinco décadas como forma de alcanzar la felicidad, el número de libros de autoayuda va cada vez más en aumento, paralelo al consumo de antidepresivos y ansiolíticos. Y es que no solo de pan y de pequeños momentos vive el hombre, sino también de motivos para vivir y de horizontes morales en los que apoyar los primeros.
Los funcionarios de la inteligencia llenan estanterías para explicarnos que las naciones, los pueblos, las razas y los sexos no existen, que no son más que ‘constructos’ inventados por poetas, por escritores y por ideólogos, y que son por lo tanto artificiales y ‘deconstruibles’Adriano Erriguel en el prólogo de El retorno de los dioses fuertes
Como explica R. R. Reno en El retorno de los dioses fuertes, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial todo el esfuerzo teórico se ha encauzado al desencantamiento del mundo, a diluir los grandes ideales, por temor a que estos acaben conduciendo a totalitarismos como los que sufrimos el pasado siglo. Ahora bien, se está demostrando que esto es como intentar poner puertas al campo: toda sociedad necesita, como ya he señalado, una moral determinada. Tradicionalmente, esta moral, esta perspectiva sobre quién soy yo y qué hago en este mundo, la cubría la religión tradicional. Esta última ha desaparecido del mapa, pero queda el hueco que deja, en muchas ocasiones rellenado por ideologías simplonas –minirreligiones tontas y corrosivas-, basadas en dicotomías tales como malo-bueno, fascista-antifascista. Cuando las teorías sobre quién es el hombre y qué le conviene empiezan desde cero, suelen ser muy rudimentarias, de ahí las contradicciones del Black Lives Matter, el feminismo, el antiespecismo, y movimientos varios que todos conocemos de sobra.
En España tenemos varias muestras de dicha ideologización creciente en nuestra población. Una de ellas es el hecho aberrante de que se boicotee un hospital construido para detener la pandemia, y que nadie diga ni pío. Otra es la violencia que estamos observando en campaña a las elecciones catalanas. Acogiéndose a una manipulación burda de la filosofía de Popper, se justifica que –con el fin de «combatir el fascismo»- se consideren normales (incluso adecuadas) las agresiones físicas a candidatos políticos contrarios a las tesis nacionalistas. Unos sacuden el árbol, y otros recogen los frutos. Mientras tanto, la prensa nacional apenas se hace eco de lo que está sucediendo.
Una ética poco sofisticada suele ignorar un lema tan básico como «el fin no justifica los medios», y quizá esa es una de las explicaciones por las que el PSOE et alli siguen encabezando las encuestas y tienen barra libre para hacer y deshacer, decir y desdecirse a capricho, sin siquiera tener que hacerlo soterradamente: porque son los abanderados de la nueva moral, y dejar que el poder cayera en otras manos implicaría dejar indefensa esta última.
Permitir que esto ocurriera sería un desastre infinitamente mayor que el hecho de que la economía se hunda por completo, que siga muriendo gente por ineptitud o que el Gobierno de España esté en manos de un puñado de separatistas que creen que la violencia ejercida por sus soldados rasos es más que comprensible. Al honor, por supuesto, ni se le conoce ni se le espera.
A la vista de los acontecimientos, hay un buen número de poblaciones donde los votantes de algunos partidos se arriesgan a ser señalados y repudiados.
Cataluña no tiene solución a corto plazo y, de tenerla, no es política. Necesitamos a muchos Sabinos, necesitamos que la elite sea intelectual y no un calçot con flequillo inflado a mejillones.