Fernando Maura | 14 de junio de 2021
La institución monárquica, que ha dejado de inmiscuirse en la política cotidiana, se ha convertido, paradójicamente, en el valor nuclear de nuestra vida en común; en la pieza clave de nuestro sistema constitucional.
El edificio constitucional de 1978, que podríamos asegurar hoy en día solo como vigente en apariencia, dados los constantes daños estructurales a los que se ve sometido, está basado en el consenso y este es producto de una suma de insuficiencias y debilidades: la de un franquismo sin Franco, incapaz de someter a una sociedad, que ya había sufrido importantes cambios, un sistema político sin el dictador que lo había creado, y de una oposición ineficaz para imponer un proyecto político de ruptura con el régimen anterior. Árbitro privilegiado de la situación, Don Juan Carlos, como impulsor del cambio político, era consciente de que preservaba a la institución monárquica de un debate concreto entre los partidos políticos respecto de la futura forma de gobierno, ¿cómo se podía -pensarían los constituyentes, aun los más partidarios de la república- poner en tela de juicio a la monarquía cuando precisamente el titular de esta había sido el máximo promotor de la democracia?
Esta restauración de la institución monárquica en la historia de la España, más o menos reciente, tiene desde luego sus diferencias con la acaecida en España de la mano de Antonio Cánovas del Castillo, que se plasmaría en la Constitución de 1876. Y es que esta era una Carta Magna liberal, en la que la soberanía nacional correspondía -a partes más o menos iguales- al Parlamento con el Rey, en tanto que la actual resulta plenamente democrática, asumiendo las Cortes la soberanía nacional y el Rey, una función moderadora de las instituciones.
Si las diferencias entre un sistema constitucional y el otro resultan notables, no existen tantas en cuanto a lo que significa el elemento consustancial de lo que supone la monarquía en España: una institución que es, a la vez, y con idénticas connotaciones, española y antirrevolucionaria. Y, sin duda, por las dos razones resulta atacada en nuestros días, en los que el viejo dilema entre «la España roja» y la «España rota» ha quedado resuelto cuando una y otra se han integrado en la misma, diremos que, «no España».
Una vez aprobada la Constitución de 1978, España renunciaba a todas las revoluciones, cualesquiera que fueran, y resolvía integrar en el corazón del sistema la práctica de la reforma como método de trabajo único que resulta factible transitar, cualquiera otro acabaría con la Constitución y con la institución titular de la Jefatura del Estado.
Resuelta la democracia en un régimen de monarquía parlamentaria, el Rey dejaría de aparecer como depositario de la soberanía nacional, compartida con las Cortes, y pasaría, desde 1978, a convertirse en una fuerza moderadora e inerte en la toma de decisiones políticas que solo se activa en situaciones de crisis, como ocurriera en el año 1981, cuando Don Juan Carlos desactivaba el golpe de Estado del 23F, o en el año 2017, cuando Don Felipe afirmara también la vigencia de la Constitución, toda vez que el separatismo catalán pretendía consumar su operación secesionista.
Será inerte y activable la monarquía para momentos críticos, pero todos conocemos que España se ha convertido -por obra y gracia de un Estado de las Autonomías, que el constituyente de 1978 no quiso definir en términos federales, esto es, delimitando un modelo cerrado de competencias del Estado y de las comunidades autónomas- en un sistema que tiende a la centrifugación territorial, acrecentada esta, más allá del modelo constitucional, por las transferencias acordadas por los partidos de gobierno con los partidos nacionalistas para la obtención por aquellos del poder, políticas que han sido seguidas por otros partidos en las demás autonomías, con independencia de que sus formaciones políticas de referencia fueran nacionalistas, regionalistas o aun nacionales.
Es en este contexto cuando la institución monárquica adquiere una función de principal orden. Su actuación se convierte en símbolo de referencia común atemporal y de estabilidad, superador de territorios y de partidos políticos, integrándolos todos; icono de los valores democráticos percibidos como tales por la sociedad española con el transcurso de los tiempos; eje de estabilidad de la vida nacional y núcleo de su propia nacionalidad: es el cimiento orgánico nacional y social, como fundamento inconmovible de nuestra vida en común.
La inmensa mayoría del pueblo español no sabe concebir la nacionalidad, no entiende la nacionalidad, no se explica el vínculo que hace común al andaluz y al gallego, al aragonés y al castellano sin la persona del monarca, porque él es viviente la patria mismaAntonio Maura
La inercia de la institución monárquica en una Constitución democrática se transforma, de esa manera, en el aceite del guiso nacional. Un sabor no siempre adivinable, pero que aglutina todos los aromas presentes en los territorios y en los grupos sociales desde la cercanía del Rey respecto de su conjunto. Desaparecido el Monarca de la política micro -la de 1876-, cobraría toda su importancia en la macro -la de 1978-.
Si la institución monárquica, heredera de los siglos anteriores, era la de una monarquía de súbditos, hoy lo es una monarquía de ciudadanos -aunque la ciudadanía, resultado de una potente sociedad civil, no se encuentra aún lo suficientemente desarrollada en nuestros días en España-. La Constitución de 1978 reclama, al igual que un retroceso en la representación soberana del Rey y un acrecentamiento de su función simbólica, una ciudadanía consciente y capaz de reivindicar sus posiciones más allá de los partidos políticos que recaban sus votos cada cierto tiempo para olvidar las más de las veces los compromisos con ella contraídos cuando se cierran las urnas.
Decía don Antonio Maura, en junio de 1907, que «la inmensa mayoría del pueblo español no sabe concebir la nacionalidad, no entiende la nacionalidad, no se explica el vínculo que hace común al andaluz y al gallego, al aragonés y al castellano sin la persona del monarca, porque él es viviente la patria misma». De esta manera, la propia idea de nación se ve conectada de manera icónica con la de un Rey trascendente a cualquier localismo, a cualquier partidismo, a no importa cuál clase social, profesión o género.
La institución monárquica, que ha dejado de inmiscuirse en la política cotidiana, se ha convertido, paradójicamente, en el valor nuclear de nuestra vida en común; en la pieza clave de nuestro sistema constitucional. Nuestra función principal, como ciudadanos conscientes, consiste en defenderla para hacer posible su imprescindible permanencia.
El legado político indiscutible del Rey Don Juan Carlos es su ejercicio de la monarquía parlamentaria, que desarrolló de forma impecable, y hasta heroica, desde su proclamación hasta el día de su abdicación.
Maniobras populistas y nostalgias republicanas se propusieron borrar su proeza en la fundación de la actual democracia en España.