Juan Milián Querol | 14 de julio de 2021
Iván Redondo acaparó mucho poder, demasiado. Él había hecho presidente a Pedro Sánchez, pero Sánchez es un narciso al que solo un insensato, u otro egocéntrico, se atrevería a hacerle sombra.
Fiel al estilo de este Gobierno, el adiós de Iván Redondo está rodeado de filtraciones y manipulaciones: se va o le echan. Todo depende de la fuente consultada. La cuestión es que ya no está. Se lanzó o le tiraron, pero el Rasputín vasco yace ya en el fondo del barranco. Nadie le echará de menos en la calle Ferraz. Aisló al presidente, ninguneó al partido. Siempre es peligroso enfrentarse cara a cara a expertos en el uso de la navaja. Lo leeremos en unas memorias que ya amenaza con escribir, si la ficción no supera la realidad como, según él, sucede con todo lo que le rodea.
Redondo acaparó mucho poder, demasiado. Le llamaban el «ministro 23», pero él quería ser el Primer Ministro. Nunca un jefe de gabinete había contado con tanta estructura, recursos y competencias. Casi 200 asesores al servicio del eslogan y la ocurrencia. Todo pasaba por sus manos. Pero también acaparó el foco de los medios. Él había hecho presidente a Pedro Sánchez, pero Sánchez es un narciso al que solo un insensato, u otro egocéntrico, se atrevería a hacerle sombra. Redondo recogió a un Sánchez defenestrado y moribundo. Alimentó su ambición y le hizo creer que podía consumar su venganza contra los barones. Renovador de la comunicación política española, la americanizó, quizá en exceso. Golpes de efecto y cortinas de humo. The War Room se llamaba su blog. Y allí prenunció una moción de censura contra Mariano Rajoy que acabaría metiendo a Sánchez y al procés en La Moncloa.
Las series de televisión y la ambición por el poder unió al spin doctor y al comunista Pablo Iglesias. Desde La Tuerka hasta los salones de la casta. Ambos veían la política como una temporada de House of Cards, sin miramientos, sin escrúpulos. Para estos maquiavelitos posmodernos, todo medio estaba justificado para acabar con el adversario. Observan la política como una partida de ajedrez en la que el bien común es el primer peón a sacrificar. No hay un proyecto sugestivo para España, sino sobrecargas emocionales. Miedo y rechazo son el programa de aquellos que se agarran a la poltrona a costa de estresar y fracturar una sociedad ya hastiada. En el reportaje Las últimas horas de Iván Redondo en su reinado de La Moncloa (El Mundo, 13/07/2021), Antonio Lucas explica que el gurú tiene escritas tres fases en una pizarra: «1) Estrategia más que táctica. 2) Mensaje más que imagen. 3) Política más que comunicación». Saben bien de qué carecen estos sofistas que, ante la pandemia, priorizaron la propaganda a las mascarillas.
En su último libro (Iván Redondo. El manipulador de emociones), el curtido periodista Graciano Palomo, le compara con una rana: «Redondo da buenos saltos, aunque no siempre acierte a caer donde debe. Pero súbito pega una nueva voltereta para borrar de la memoria el barrizal maloliente a donde antes fue a parar». No le importa la reputación de sus clientes. Les mete en un circo sentimental. Lo viral por encima de lo importante. No cree en la coherencia, sino en los impactos. Introduce en los palmeros el máximo cinismo. Aplauden una cosa y la contraria. No a los indultos. Bravo, presidente. Muy valiente. Sí a los indultos. Bravo, presidente. Muy valiente. Podemos significa cartillas de racionamiento, pero después nos abrazamos a ellos y dormimos tranquilos en el colchón de La Moncloa. Bravo, presidente. Muy valiente. Paseamos el cadáver de Franco en helicóptero y luchamos contra el fascismo. Se va a enterar Isabel Díaz Ayuso, esa atrevida.
Pero la mentira tiene un límite. Y los fuegos artificiales acaban quemando la credibilidad. Las elecciones madrileñas fueron un punto de inflexión. La estrategia socialista se basó en plantear un demencial escenario guerracivilista muy alejado de la realidad vivida por los madrileños. A Redondo se le fue la mano con la sal y su principal cliente quedó en evidencia. Ya nadie cree en la palabra de Pedro Sánchez, incluso Gabriel Rufián le chulea en el Congreso y se mofa de sus promesas de corto recorrido.
Redondo se va con otros escuderos -o escudos humanos- de Sánchez: Carmen Calvo y José Luis Ábalos. Pero Sánchez se queda. Y se queda con sus socios podemitas animando al castrismo y sus socios separatistas envalentonados por los indultos. Los CDRs cubanos y los CDRs catalanes. Para desgracia de todos los españoles, dos esteladas mantienen a este presidente en La Moncloa. Pierde la política de las emociones, pero ello no significa que vuelvan las ideas. Adriana Lastra se queda al mando del partido. Baja el telón y concluye esta obra ivanesca. Ojalá el show finalizara definitivamente y volviera una política de cierta altura, una política de Estado en estas graves horas, donde el adversario no fuera el enemigo y la verdad fuera bien valorada. Sin embargo, Sánchez se queda. Alguien que es capaz de traicionar a sus colaboradores más estrechos sigue dirigiendo los designios de nuestro país.
El Gobierno propone un viaje al espacio en esa manera tan suya de tomar la circunvalación de la realidad, una carretera de ocho carriles con la que rodea las cosas que duelen y gracias a la que hace unos meses los jubilados se ahogaban en camas montadas en las lavanderías de los hospitales y los carteles decían que saldríamos más fuertes.
El futuro ya esta aquí. Los problemas no vendrán, sino que se hallan bien anclados hasta el tuétano. España en 02050 seguirá pagando la deuda contraída en estos meses para engordar el agujero bajo custodia, menos mal, del Banco Central Europeo.