Juan Milián Querol | 15 de febrero de 2021
Una vez más, la tribu se ha impuesto a la razón en Cataluña por la incomparecencia de esta última. Aunque la independencia no será inminente, los resultados electorales abrirán la puerta a un nuevo procés.
Salvador Illa ha ganado las elecciones catalanas, pero no será presidente de la Generalitat. Su carta de presentación no era precisamente la de un buen ministro, ya que su gestión de la pandemia empezó con un negacionismo negligente y acabó con el abandono del barco en plena tercera ola, provocando la sospecha de que algunas de sus decisiones tenían más que ver con criterios electoralistas que sanitarios. No obstante, el candidato socialista ha conseguido aunar dos deseos que se han mostrado mayoritarios en el constitucionalismo, a saber, ganar al nacionalismo y hacerlo sin estridencias, tratando de superar las tensiones que fracturaron la sociedad catalana. «Pasar página» ha sido la única propuesta de Illa, sin especificar qué libro estaba leyendo.
Con todo, el candidato de Pedro Sánchez siempre fue Pere Aragonès, porque es Esquerra Republicana quien lo puso, y lo mantiene, en la Moncloa. La fórmula de la investidura, sin embargo, no está del todo clara. Es posible que la jugada monclovita no haya sido del todo redonda y nos encontremos con un nuevo pacto de fuerzas independentistas que acelere la confrontación. Las dos últimas investiduras de un presidente de la Generalitat, la de Carles Puigdemont y la de Quim Torra, ya fueron agónicas y extravagantes. Ahora, con un Parlamento más fragmentado y con odios más enraizados, no es descartable la repetición electoral. O Aragonés es, de alguna forma, investido, o habrá urnas en torno a la cuarta ola pandémica. En todo caso, la inestabilidad política sigue instalada en Cataluña. La amarga decadencia sigue su curso.
La peor noticia de la jornada fue la alta y asimétrica abstención. Fue la más baja participación de la democracia en Cataluña, un 53,5%, y afectó especialmente al constitucionalismo, como era previsible. Así, ayer cayó definitivamente el mito socialista que presentaba al Partido Popular como «una fábrica de independentistas». Por primera vez, las fuerzas netamente secesionistas proclaman que han superado el 50 por 100 del voto en las urnas. Este porcentaje no los legitima para quebrantar de nuevo el Estado de derecho, pero muestra que la estrategia del apaciguamiento impulsada por el Gobierno español ha fracasado rotundamente. La izquierda no ha combatido el relato nacionalista. Al contrario, lo ha compartido. El vicepresidente Pablo Iglesias habla de España como una dictadura y de Puigdemont, como un exiliado. Sánchez calla y otorga, mientras el PSOE aprueba en el Congreso negociar amnistía y autodeterminación. No es de extrañar, pues, que los secesionistas hayan visto confirmados sus prejuicios y se hayan venido arriba con sus reivindicaciones y sus resultados, mientras la moral y la movilización del constitucionalismo en Cataluña se desmoronan.
La mayor debacle ha sido la de Ciudadanos, que ha perdido 30 de sus 36 diputados en el Parlament. Los líderes de la formación naranja abandonaron a sus votantes tras la victoria de 2017 y sus votantes los han abandonado ahora a ellos. La mayoría ha regresado al PSC, muchos se han quedado en casa, y no pocos se han desahogado votando a Vox. Siguiendo en el campo constitucionalista, Alejandro Fernández ha sido ampliamente reconocido como el mejor candidato, pero el PPC ha perdido un diputado. Tenía todos los elementos en contra. Mi amistad e implicación en su candidatura ponen en duda mi objetividad, pero creo no equivocarme si señalo que Alejandro ha salvado a un partido que meses atrás estaba condenado a desaparecer. En plena campaña se sobrepuso a las más adversas circunstancias personales, para darse a conocer en un glorioso debate en TV3. Ahora ya es conocido por la gran mayoría de los catalanes, y también respetado.
Finalmente, y vistos los resultados, el desánimo puede cundir entre el constitucionalismo. Hoy se quejarán los que ayer no se levantaron del sofá, demostrando que el pasotismo es un enemigo implacable de la democracia. Una vez más, la tribu se ha impuesto a la razón en Cataluña por la incomparecencia de esta última. Parece que los catalanes estemos abocados a una cíclica autodestrucción. Los tres partidos mayoritarios son los que gestionan la economía y la sanidad de manera tan lamentable. La incompetencia queda reforzada. Y aunque la independencia no será inminente, estos resultados abrirán la puerta a un nuevo procés. Mediocridad y radicalidad. Nada será gratis.
El socialismo no rectificará y seguirá acorralando a media España para ganarse el favor de un separatismo que lo único que desea es más poder para poder golpear con más fuerza. «Lo volveremos a hacer», proclamaban los independentistas. «Hagámoslo», les ha contestado Illa. Los constitucionalistas catalanes continuaremos, de este modo, atrapados entre una Generalitat de Cataluña hostil y un Gobierno de España negligente. Es la factura de la abstención. A partir de hoy, deberemos reorganizarnos sin esperar ninguna ayuda externa. La firmeza y la persistencia serán las claves para recuperar la esperanza.
El cambio en Cataluña es posible, si se acude a las urnas. Si la sensatez se queda en casa, la mala política volverá a meterse en nuestros hogares.
El PSOE et alli siguen encabezando las encuestas y tienen barra libre para hacer y deshacer, decir y desdecirse a capricho, sin siquiera tener que hacerlo soterradamente: porque son los abanderados de la nueva moral.