Juan Milián Querol | 15 de abril de 2020
El presidente del Gobierno dice querer unos nuevos Pactos de La Moncloa, pero la actitud de su partido y la obra de su Ejecutivo indican todo lo contrario.
Pedro Sánchez dice querer unos nuevos Pactos de La Moncloa, pero la actitud de su partido y la obra de su Gobierno indican todo lo contrario. Actúa como un pavo real: mucho lucimiento de “su persona”, pero incapacidad absoluta para elevarse más allá de algún vuelo corto y bajo. Exige unidad, mientras ordena a los suyos que repartan insultos a una oposición que está siendo más leal que los propios socios de Gobierno. Más bien parece que esté exigiendo a la democracia deponer sus armas, un poder sin control, una anestesia general. Los “nuevos Pactos de La Moncloa” serían, en definitiva, una nueva artimaña urdida por su maquiavelito particular, una jugada redonda, una trampa para acabar con la crítica y esparcir la culpa.
Todo en Sánchez suena impostado, porque seguramente lo es. Es un significante vacío que puede leer discursos totalmente contradictorios según soplen las encuestas o la aritmética parlamentaria. Ahora manosea la retórica y el recuerdo de una Transición democrática que su partido, desde José Luis Rodríguez Zapatero, tanto ha despreciado. Las emergencias del Gobierno Sánchez eran reabrir heridas y dilapidar los esfuerzos de sus antecesores por la reconciliación nacional, llegando a la Moncloa de la mano de unos camaradas de cacerola que venían a reventar el “candado” de la Constitución y a derribar el “régimen del 78”. Su estrategia era la guerra cultural -o subcultural- a coste de fragilizar la sociedad y no atender a los retos que de verdad se nos venían encima.
Así, la exigencia de unidad no es creíble en quien se subió al lomo del tigre populista y sus ideologías de la división. Por ellas, se actuó tarde y mal ante una tragedia que ha sido mayor de lo que podría haber sido. La gran negligencia fue hija de la obsesión por reconvertir el Día de la Mujer en un anuncio publicitario para una tribu moralista. Y, por su maldito relato, siguen sin pedir perdón. Siguen, entre incomprensibles risas, con un discurso de brotes verdes, un cuento alejado de la experiencia vivida por los españoles.
Releer estos días El camino a la democracia española de Manuel Álvarez Tardío es un interesante ejercicio que permite comparar el concepto de democracia que tenían los líderes políticos de 1931 con los de 1978 y extraer conclusiones sobre los actuales. De este modo, llama la atención cómo se manipula la terminología de la Transición para conseguir objetivos de otros tiempos y con otras consecuencias.
Los Pactos de La Moncloa supusieron una rebaja de las exigencias ideológicas a cambio de fortalecer la estabilidad económica y la paz social. Adolfo Suárez defendía el pluralismo político como el mejor camino -el único posible- a la democracia. El 6 de julio de 1976 se dirigió a todos los españoles, como nuevo presidente del Gobierno, a través de TVE, y prometió “respetar al adversario y ofrecerle la posibilidad de colaborar”.
Décadas antes, en 1930, Manuel Azaña deseaba “una República republicana, pensada por los republicanos, gobernada y dirigida según la voluntad de los republicanos”. El liberalismo no estaba precisamente de moda en la Europa de entreguerras, ni en la izquierda, ni en la derecha. Se consideraba decadente, un obstáculo para realizar las utopías. La democracia debía ser un simple instrumento para pasar por encima de los adversarios e imponer un programa de máximos, revolucionario.
La izquierda española evolucionó, como evolucionaba nuestro continente, y, en 1957, Santiago Carrillo llamaba a la reconciliación nacional: “Una propuesta a todas las fuerzas político-sociales españolas, incluso las más opuestas al Partido Comunista: la propuesta de aceptar un cuadro cívico común, un marco legal nuevo, democrático, donde todos podamos desenvolvernos”. Era la antítesis de los populismos actuales, que nos demuestran que la historia del pensamiento político no es lineal, ni progresa adecuadamente.
La idea de reconciliación nacional imperaba en la Transición a modo de compromiso burkeano. No se olvidó el pasado, sino que se estudió profunda y profusamente para obtener las mejores lecciones. Aquellas élites se comprometieron a entregar a las futuras generaciones una democracia integradora, para todos los españoles. Y, así, concluyeron que el mejor método para aquel presente no podía ser ni el continuismo, ni la revolución, sino el pacto y la reforma. Una reforma que suele ser mucho más transformadora que la revolución y, sin duda, más sostenible y menos liberticida.
Se entendió también que no puede sostenerse la democracia sin un mínimo común liberal: el respeto al adversario, el límite del poder, el imperio de la ley o la garantía de las libertades individuales. Adolfo Suárez, por ejemplo, no quiso aprovechar los momentos de mayor crisis, ni usó la excusa del orden público y la violencia de los extremismos, para limitar los derechos de la oposición. Sin embargo, hoy el Gobierno se dedica a “monitorizar” la crítica, a comprar la complicidad de las televisiones, a amenazar derechos fundamentales sin permitir un control riguroso de su acción.
La actitud es tan diferente a la de Suárez que parece que Sánchez solo admita unos Trágalas de la Moncloa
Durante la Transición, se miraba hacia Europa. Hoy, Sánchez alimenta el victimismo euroescéptico, y algunos ministros miran hacia Asia, pero, lamentablemente, no a Corea del Sur, sino a China. Dice querer unos nuevos Pactos de La Moncloa, pero ni tiene un plan, ni llama al líder de la oposición. Ha elaborado antes las recriminaciones contra los otros (PP, UE, empresarios) que los escenarios para salir del confinamiento. La actitud es tan diferente a la de Suárez que parece que Sánchez solo admita unos Trágalas de la Moncloa. Es una involución en nuestra historia.
No obstante, cuestión primordial es que el coronavirus, como la peste de Camus, nos golpea a todos, a responsables e irresponsables, a inocentes y culpables. Es posible que a muchos les agudice los sesgos más sectarios, pero a la mayoría de los españoles esta tragedia, con un mínimo de liderazgo político y una dosis de nobleza de espíritu, nos vigorizaría como una comunidad aún mejor. A todos nos une el dolor de perder a seres queridos y compartimos la angustia de aquellos que no saben si volverán a levantar la persiana de su negocio o a tener un trabajo digno.
Recuperar la economía, fortalecer las instituciones, racionalizar el Estado autonómico y garantizar el bienestar, sin menoscabar la libertad, necesitará grandes pactos y lealtad sincera. Así, sería bueno que las esferas gubernamentales se quitaran de encima lastres y agentes de la discordia, y jugaran un papel comprometidamente moderador. Sería bueno que tomaran nota de la ejemplar respuesta de la actual sociedad civil española y también de la visión política de aquella generación que el coronavirus está matando.
El PSOE recurre a un hilo en Twitter para hacer ver que el 8M no fue el causante de la propagación del virus. Con él, no solo intentan deslegitimar la labor de la oposición, sino reforzar la excusa del “no se podía saber”.
Los clásicos pueden ser un buen aliado para el confinamiento. «El tirano. Shakespeare y la política» es un ejemplo de ayuda para entender qué nos pasa, mucho más que las comparecencias de algún presidente del Gobierno.