Luis Núñez Ladevéze | 16 de enero de 2020
El Ejecutivo de Pedro Sánchez, uno de los más numerosos de la democracia, aparenta una unidad que asegure su equilibrio, pero convertir en Gobierno una moción de censura negativa sin programa no es la mejor hoja de ruta.
El Gobierno de Pedro Sánchez podría pasar al Guinness de los Récords tras haber conseguido cuatro vicepresidencias, tres de las cuales son ocupadas por mujeres. Podrá disgustarnos, pero hay que admitir que es un récord difícil de igualar.
Bromas aparte, no es el momento más propicio para esta inflación ministerial que, en el mejor de los casos, expresa la falta de sensibilidad hacia las serias amenazas que se confabulan en el horizonte. La ostentación es como el presagio de una inflación más profunda cuyos síntomas ya se anuncian. Ni el rostro de Nadia Calviño ni su prestigio, empañado durante la etapa del Gobierno provisional, son garantías suficientes para estabilizar presupuestariamente a un Gobierno que aloja los motivos de desestabilización en su propio seno.
Aunque los coligados compartan la misma voluntad de aparentar unidad para asegurar su equilibrio, aunque el compromiso de permanencia se sitúe en primer lugar de los objetivos gubernamentales, tarde o temprano el voluntarismo no podrá impedir que lo que no puede ser, no puede ser, y llegará un momento en que, del contraste de pretensiones conflictivas, resulte un equilibrio inestable.
Aparentar la coherencia donde no la hay puede valer como objetivo transitorio cuando se ha tocado el cielo del poder, pero no tiene garantía suficiente para que sea duradero cuando a las rivalidades internas se unen las impresentables dependencias externas. La principal muestra de que no hay coherencia es que la primera ocupación de este nuevo Gobierno sea vigilar la cohesión para aparentar estabilidad mientras se acepten o rechacen las presiones de los socios exteriores de la abstención.
Que asegurar la convivencia del Gobierno sea su principal objetivo político podrá valer durante algún tiempo. Pero no cabe esperar que el compromiso de mantener la unidad interna pueda servir de guía orientadora de una gestión externa que ha de conjugar exigencias contradictorias. Pero, dada su composición y sus condicionamientos parlamentarios, ya lo es desde el punto de partida, y lo seguirá siendo por mucho que se trate de ocultar.
Una cosa es nombrar a la fiscal general del Estado, y otra cosa es que los fiscales y jueces acomoden su independencia al capricho del Gobierno.
No porque se trate de un Gobierno de coalición, en el que se haya pactado un reparto de papeles, funciones y responsabilidades, que eso siempre es posible cuando la necesidad hace virtud, sino porque la propia fragilidad parlamentaria gubernamental está condicionada por los compromisos latentes y las expectativas contrapuestas.
Por un lado, el compromiso ya vulnerado con el propio electorado, que incluye la promesa de lealtad constitucional que someterá al Gobierno a una desapacible y continua tensión emocional. A esa oferta hecha a su electorado se contrapone la palabra dada a sus socios, silentes pero impacientes, que le exigirán cumplir con cuanto ha negado que está dispuesto a cumplir. No son testimonios que se puedan conjugar congruentemente. Pondrán en evidencia que la aparente cohesión es resultado de ese conglomerado artificial de remiendos y costuras que agudamente se ha calificado de Gobierno Frankenstein. Convertir en Gobierno una moción de censura negativa sin programa no es el mejor programa de Gobierno.
Aun aceptando que pueda salir adelante la ley de presupuestos, lo que es posible a la vista de la asociación de intereses inconfesos, será muy difícil aceptar que ese triunfo no deje de ser tan aparente como aparente es la estabilidad. La ley presupuestaria responderá a pretensiones contradictorias. Superado ese escollo, quedará en el aire cómo satisfacer exigencias y promesas cuya aplicación dependerá de leyes orgánicas que requerirán mayorías absolutas.
Una cosa es nombrar a la fiscal general del Estado, que depende del arbitrio gubernamental, y otra cosa es que los fiscales y jueces acomoden su independencia, deontología profesional y cumplimiento de sus respectivas normas estatutarias al capricho del Gobierno. Este golpe en la mesa de la justicia puede hacer tanto daño a la mesa como a la mano. Es un pulso de la potencia contra la prudencia. Sánchez puede nombrar al Fiscal General del Estado para exhibir su fuerza, pero no puede, con la regla en la mano, adaptar a sus intereses el estatuto que regula la conducta fiscal, a menos que imponga una ley orgánica.
¿Qué porvenir cabe esperar de una decisión tan conflictiva? Que sirva al único punto de encuentro de los apoyos de la abstención. Preparar la política de la Fiscalía a que sea el cauce de la vía Iceta. Una reforma constitucional encubierta por leyes orgánicas que adapten al Estado de las autonomías a la tradición federalista del socialismo. Unidas Podemos carece de otra tradición que no sea lo que antaño se llamó eurocomunismo, ya evaporado.
A estos desheredados herederos no les resultaría nada complicado apartarse del compromiso constitucional adoptado durante la Transición para que los consejeros venezolanos lo adapten a un proyecto federalista. Este es el único punto en que pueden converger los heterogéneos apoyos que sostienen la permanente inestabilidad que administra el Gobierno de Pedro Sánchez desde la moción de censura destructiva. La senda oculta por la que puede caminar un Gobierno nacido con vocación de prolongar la transitoriedad. La que une a Sánchez con la política de José Luis Rodríguez Zapatero, con la Fiscalía de Cándido Conde-Pumpido y que sigue el rastro aún no disipado del exjuez Baltasar Garzón.
¿Es posible que Sánchez pueda avanzar por ese camino de obstáculos? Será posible si el electorado socialista se deja cautivar por la flauta de Hamelín, que constantemente predicará la maldad de la ultraderecha, del franquismo aireado para prolongar la vida de los muertos y las provocaciones ideológicas y retóricas. El alimento para mantener impotente a la oposición democrática no es otro que suministrar a su electorado los motivos de indignación que alimentan su fraccionamiento. El mayor aliado de Sánchez y su garantía de permanencia no es Podemos, se llama “fragmentación».
Para ganar la liza electoral, la derecha inclusiva, no excluyente, tiene que olvidarse de Vox. Este partido nunca podrá ganarse regateando solo en una zona del campo, sino en el campo completo.
La investidura de Pedro Sánchez ha sido una victoria del separatismo catalán y vasco en cualquiera de sus versiones, incluida la de los legatarios de ETA.