Javier Fernández Arribas | 16 de abril de 2019
Dos políticos irresponsables condenan al país a una ruptura generacional.
Me temo que no hay nada original que escribir a estar alturas sobre el brexit, sus posibles consecuencias, sus repercusiones y el triste espectáculo de lo que creíamos era una clase política y parlamentaria británica seria.
Sí podemos adentrarnos en las lecciones más evidentes y útiles que nos depara uno de los procesos más denigrantes para la salud política del propio Reino Unido y de la Unión Europea y el peor negocio que podían imaginar quienes pensaron, de manera leal y convincente, en las bonanzas de una salida del entorno comunitario. En principio, lo que hay que poner en cuestión es el valor y la influencia de los referéndum que se manipulan para decidir cuestiones de hondo calado que afectan a millones de personas. Aunque se diga que es democrático, la mitad más uno, el resultado de este tipo de consultas marginan y discriminan a una parte determinante de la población si el resultado no alcanza, al menos, el 66% de partidarios. Solo hay que seguir normas elementales en diversos Parlamentos sobre la necesidad de sumar dos tercios de la Cámara para reformar o aprobar leyes orgánicas que se consideran trascendentales.
¿Cómo es posible que nadie considerara trascendental la posibilidad de que ganara el brexit en el referéndum convocado irresponsablemente por el premier David Cameron y lo que supondría para todos? Simplemente por la borrachera política de un líder conservador que, después de ganar otra consulta relevante sobre la permanencia de Escocia en el Reino Unido, quiso zanjar críticas y problemas internos personales en su partido tory arrollando con otro supuesto baño de multitudes. El señor Cameron, que está tranquilamente en su casa observando sin pudor y, al parecer, sin cargo de conciencia, todo lo que ha provocado la ligereza de sus decisiones, debería asumir mayores responsabilidades, de todo tipo, por el perjuicio tan elevado que está ocasionando a millones de ciudadanos británicos y europeos.
Lo más indignante es que aquellos dirigentes políticos instalados en la demagogia, el populismo y la mentira de las noticias falsas, como el que fuera líder del partido UKIP, Nigel Farage, responsable de una campaña feroz contra los intereses europeos, abandonó en seguida la dirección del partido y cobra ahora su sueldo como europarlamentario de una Unión Europea a la que demonizó y calumnió para conseguir su objetivo: ganar el brexit, la salida británica de la Unión Europea que tan generosamente paga a traidores como Nigel Farage.
La Unión Europea es una de las realidades mundiales más esenciales del siglo XX y XXI, que ha contribuido, junto con la OTAN, a evitar que se produjera una nueva guerra mundial. Algunos tienen flaca memoria e ignorancia peligrosa sobre las consecuencias terribles de los enfrentamientos entre europeos que derivaron en enormes tragedias para la humanidad. No significa que los ciudadanos de los países miembros de la Unión Europea sean una manada de borregos guiados por un grupo de políticos que, en demasiadas ocasiones, no dan la talla europea porque solo se preocupan de su reelección nacional y de sus intereses personales y partidistas; al contrario, es necesario que los ciudadanos europeos sean críticos y exigentes con un proceso de integración que tiene unas enormes trabas e inconvenientes para poder alcanzar el consenso preciso en cada uno de los sectores. Ese espíritu crítico debe compaginarse con la solidaridad y el esfuerzo, que necesita la consecución de unos objetivos que afectan a más de 500 millones de personas.
Fuera de Europa, el proceso de unidad es valorado como uno de los hitos más relevantes de la historia de la humanidad, por lo que representa para la estabilidad internacional y por su capacidad económica y comercial, que la coloca como una de las grandes potencias de un mundo global donde cualquier disgregación representa debilidad, empobrecimiento, pérdida de capacidad comercial, política, económica y social, y una situación de fractura social interna de consecuencias incalculables en estos momentos. Es el caso de la sociedad británica.
Podemos hacer números sobre la pérdida de PIB, de la city, de empleos, de comercio exterior, de importaciones, de control de la inmigración, de seguridad, defensa y lucha antiterrorista, de movimiento de turistas y de trabajadores cualificados que necesita la sociedad británica, como médicos y enfermeras, por ejemplo, los españoles. Las relaciones económicas entre España y el Reino Unido están valoradas en 55.000 millones de euros. Más de 300 empresas sufrirán los costes regulatorios en sectores como la automoción, la aeronáutica, la alimentaria, la farmacéutica o la turística, sin olvidar a los estudiantes que pagan unas tasas que se dispararán o a los futbolistas que tendrán que abandonar el país al no cumplir las nuevas normas. Caerán los flujos de inversión y se dispararán los costes financieros.
Pero lo más trascendente para británicos y europeos es la pérdida de la confianza, el recelo creado, el hartazgo surgido por el chalaneo de unos representantes británicos que únicamente miran por su sillón en el Parlamento y en el partido y que han conducido a su país a una ruptura generacional entre los jóvenes, conscientes del mundo global en el que van a tener que lidiar su futuro y los nostálgicos del absurdo imperialismo nacionalista populista que pueden arruinar su más inmediato presente.
Irlanda del Norte, un país donde los católicos han sufrido injusticias durante generaciones, ha obtenido grandes beneficios por su pertenencia a la Unión Europea. Es inquietante pensar que tales iniciativas y apoyos se acaben por el brexit.