Pedro González | 16 de mayo de 2019
El Europarlamento precisa de un respaldo popular mayoritario frente a los movimientos populistas.
Atacada desde dentro por los inmovilistas que se niegan a reconocer la evolución de la humanidad; detestada por las superpotencias a las que sus valores hacen sombra; sueño y meta de millones de hombres y mujeres que aspiran a un mundo más justo, la Unión Europea se enfrenta a las elecciones más determinantes en sus casi setenta años de historia. Como todos los hitos en ella, el resultado de las que se celebran entre el 23 y el 26 de mayo marcará su resurgimiento como actor decisivo en el mundo globalizado de hoy, o bien acentuará su declive hacia la irrelevancia. Tanto es así que se ha generalizado el sentimiento de que estos comicios, que en España se celebran simultáneamente con los autonómicos y municipales, son en realidad un plebiscito sobre el proyecto europeo.
Aplazada la salida del Reino Unido de la UE, el brexit, los 751 escaños del Parlamento Europeo se dividirán a grandes rasgos entre quienes promoverán una mayor integración de la Unión y los que trabajarán por boicotear ese horizonte y replegarse hacia un supuesto soberanismo localista, que no es sino una reedición de los viejos y caducos nacionalismos, causa fundamental de las mayores carnicerías que ha sufrido la humanidad.
Entre los más de 500 millones de habitantes de la UE, de ellos 350 millones de electores, prevalece seguramente la misma sensación que con el aire que respiramos: su existencia parece algo natural y normal, que solo se echa en falta cuando desaparece y se produce la asfixia.
Las brutales tensiones del mundo globalizado suponen una lucha sin cuartel que afecta al presente y se proyecta de manera implacable sobre el futuro. Con las lógicas discrepancias y diferencias entre partidos, el denominador común de los que aspiran a reanimar ese proyecto europeo es el de no dejar que otros impongan la gobernanza de la globalización. Ahí estarán las pugnas por evitar las tentaciones proteccionistas, la lucha contra el cambio climático, el encauzamiento de una inmigración masiva e imparable, la evitación de la dictadura de los gigantes digitales y, por supuesto, la respuesta europea a las graves amenazas a las libertades individuales y colectivas que propugnan líderes autoritarios, sean de dentro o de fuera de Europa.
En el pasado, las elecciones al Parlamento Europeo eran apenas una mera prolongación de las nacionales, con debates por lo tanto más pendientes de las cuitas de la pequeña parcela local que de las grandes cuestiones que se estaban ventilando en el mundo, aún conscientes de que estas son las que terminarían por afectarnos decisivamente. Los Gobiernos encontraron incluso la mejor muleta: echarle la culpa a “Bruselas” cuando algo no marchaba conforme a los intereses nacionales, pero atribuyéndose en exclusiva, eso sí, cualquier mejora en la vida de sus propios conciudadanos. Para estos, a su vez, la Unión Europea se contemplaba lejana y los debates de Bruselas, algo demasiado complicado de entender.
La democracia parlamentaria, ciertamente, atraviesa momentos delicados, pero ha concluido el tiempo de la comodidad y la pereza, una de cuyas características era la escasa participación de votantes en las elecciones europeas. Si algo precisa ahora el Parlamento Europeo es la legitimación de un respaldo popular mayoritario, un poder reforzado que permita a los comprometidos con la construcción europea la defensa a ultranza de los valores democráticos que están en el origen de su integración.
Los electores de cada país verán las caras conocidas de sus propios representantes, pero convendría que fueran familiarizándose con los cabezas de cartel de la Unión más allá de las propias fronteras: el alemán Manfred Weber, del Partido Popular Europeo; el holandés Frans Timmermans, líder de los socialistas y demócratas, o la danesa Margrethe Vestager, al frente de los liberales de Alde.
Los movimientos populistas, tanto de ultraizquierda como de ultraderecha, eurófobos y euroescépticos, podrían llegar a copar el 30% de los escaños de la Eurocámara, según las encuestas. Conformarían así una minoría de bloqueo que paralizaría de hecho la acción legisladora y el impulso para el relanzamiento de esa Europa que se debate entre las enormes presiones económicas y políticas de Estados Unidos y China, las geopolíticas de Rusia y las humanas de África.
Los movimientos populistas, tanto de ultraizquierda como de ultraderecha, eurófobos y euroescépticos, podrían llegar a copar el 30% de los escaños de la Eurocámara
También en España emergen mensajes que propugnan cambiar el modelo de integración para convertirlo en una mera cooperación voluntaria entre Estados soberanos y la sola defensa “de los intereses españoles”. Es una propuesta adanista, tan ignorante como peligrosa. A este respecto responde, entre otros, José M. de Areilza, que tal propuesta parece ignorar que lo que nos interesa a los españoles está vertebrado a través de proyectos europeos, desde el buen funcionamiento del mercado interior, la política comercial con terceros Estados o la libre circulación de personas.
Entre los detractores de Europa abundan los que preguntan inquisitivamente dónde están sus presuntos valores. En realidad, bastaría con que se fijaran en su bandera azul con las doce estrellas, que representan los ideales de unidad, solidaridad y armonía entre los pueblos de Europa. El hombre que la diseñó, Arsène Heitz, empleado de Correos del Consejo de Europa, dijo haberse inspirado en el halo de la Vírgen María. Ese origen religioso se ha tratado de opacar. Tanto que el Tratado de Lisboa, hoy en vigor, renunció a cualquier mención expresa en su preámbulo a “las raíces cristianas de Europa”. Y, sin embargo, evocando a Galileo, “eppur si muove”.