Elio Gallego | 16 de junio de 2020
Atribuir el crimen de George Floyd al racismo obedece a una lógica perversa. Si alguien de una «minoría» mata a otro, nunca será objeto de esta acusación. Pero si es un blanco sobre alguien de una «minoría», siempre estará latente.
Con llamativa unanimidad, los grandes medios de comunicación nos transmiten que el racismo es la «causa» de los últimos disturbios vividos en EE.UU. Según esta versión, el execrable crimen cometido por un policía de raza blanca en Minneapolis sobre un ciudadano de color, George Floyd, sería la última gota que ha desbordado el vaso de una discriminación racial generalizada en aquel país. Pero este relato, ¿se ajusta a los hechos?
Si el amable lector se asoma a las estadísticas en las que se cruzan los crímenes con la raza del delincuente, por ejemplo, la de negros muertos por blancos, o blancos o negros muertos por violencia policial, verá con rapidez que desmienten el relato oficial del asunto. En Estados Unidos, cierto, perviven muchos elementos de un racismo estructural, entre otros, el de calificar siempre por el color, u otro tipo de ascendencia, a la población. Por ejemplo, un español en EE.UU. es un «hispano», con independencia del color de su piel.
Pertenecemos, en el desquiciamiento en el que se vive todo lo racial allí, a una minoría. Lo cual, por cierto, supone una serie de ventajas, debido a la «discriminación positiva» establecida por todo el país. Expresión esta que no deja de ser un eufemismo típico del lenguaje políticamente correcto para perpetrar una evidente injusticia. Porque si hay una discriminación «positiva» es claro que tiene que haber una «negativa», y que si se discrimina a favor de uno necesariamente ha de ser a costa de otro, de aquel que no se beneficia de la discriminación.
Si a mí, por ejemplo, se me da un trato de favor en igualdad de condiciones y mérito sobre un muchacho blanco no «hispano», eso, sin duda, será «positivo» para mí, pero «negativo» para él. Además de injusto. Que es lo sucede ahora mismo en Estados Unidos. Y que es la misma lógica, perversa, por la que si alguien de una «minoría», policía o no, mata a otro, de la raza que sea, nunca será objeto de la acusación de racismo. Pero si es un blanco sobre alguien de una «minoría», la acusación siempre estará latente.
Tomemos el caso que nos ocupa, ¿cómo podemos saber que lo que movió a Derek Chauvin a seguir presionando con su rodilla en el cuello del detenido, ya esposado y reducido, era el racismo? Nada indica que sea así. No digo que no lo sea, sino que es una presunción que no está demostrada en absoluto. Es más, sabemos que se conocían de antiguo y que podía existir una enemistad personal entre ellos. Sin embargo, toda hipótesis distinta a la del racismo es desechada de antemano.
La presunción no es que un individuo particular comete un acto de violencia injustificable contra otro individuo particular, sino que un «blanco», y además policía, mata a un «negro». De este modo, tanto uno como otro pierden su identidad individual, dejan de ser personas particulares y se convierten en representantes y símbolos de sus respectivas razas. Pero ¿por qué solo en estos casos, estadísticamente minoritarios, y en los demás casos no?
En España, por ejemplo, siempre que alguien de origen extranjero comete un delito, algo que, por cierto, acontece con una frecuencia estadística significativamente alta, o bien se busca ocultar el dato o bien se dice que sería injusto culpar a todo un segmento de población por lo que haya hecho un individuo en particular. La pregunta, claro, surge inmediatamente: ¿y por qué no se aplica el mismo criterio cuando es alguien de raza «blanca»?, ¿no es eso una forma de racismo inverso?
La respuesta se hace cada vez más evidente con el paso de los acontecimientos y a la luz de la rabiosa iconoclastia desatada. No se trata de la imputación a una persona, sino a toda una «colectividad», al europeo, por el mero hecho de serlo. Toda su estirpe, sus ascendientes y descendientes son culpables, malditos, con una forma de culpabilidad donde solo existe una forma de escapar al juicio condenatorio, y es, como decía Odo Marquard, convertirse en tribunal.
Y esto lo saben bien los jóvenes blancos de extrema izquierda, los antifa, que con relativa rapidez se han hecho con el control de las protestas y para quienes la trágica muerte de George Floyd no es sino la ocasión de manifestar todo el resentimiento y desprecio que profesan hacia sí mismos, sentimientos mezclados al mismo tiempo con un orgullo y una prepotencia moral que los lleva a izquierdear por completo.
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