Juan Milián Querol | 16 de diciembre de 2020
La legislatura en Cataluña parece que llega a su fin. Con la vista puesta ya en los próximos comicios, la pésima gestión disfrazada de épica identitaria será, una vez más, la oferta del nacionalismo a todos los catalanes.
La legislatura catalana parece que llega a su fin. Parece. Aquí nunca se sabe. La agonía ha sido larga desde que en enero Joaquim Torra anunciara unas elecciones que nunca llegó a convocar; promesa similar a la de la república que nunca llegó a implementar. Aquello fue hace una eternidad. Nos han pasado por encima dos olas pandémicas y nada ha quedado de aquella surrealista presidencia, más allá de llamamientos a los radicales a ser más radicales. De Torra quizá tengan más recorrido histórico los famosos artículos de su etapa como activista nacionalista que, como residuos de una ideología del siglo XIX, siempre nos recordarán que mala idea nunca muere.
La decadencia, sin embargo, parece imparable. El que fuera partido hegemónico en Cataluña, Convergència i Unió, se ha fragmentado en una constelación de grupúsculos sin relevancia y a los que solo los separan los egos y las rencillas personales. Como en el comunismo de toda la vida. Ya no hay ideas. Solo quedan bajas pasiones en ese espacio que no ha encontrado mejor candidata que una persona investigada por presuntos delitos de prevaricación, fraude a la Administración, malversación de caudales públicos y falsedad documental. Además, esta cuenta con la supremacista habilidad de saber distinguir entre un catalán y un español nacido en Cataluña. Es decir, une lo peorcito del pujolismo y del torrismo.
Para reforzar esa deriva, en Junts per Catalunya han elegido como número dos a aquel que se hizo famosillo por conducir acompañado por una máscara de Carles Puigdemont, el fugado. Corruptelas y frikismo son méritos, pues, en una burbuja independentista que, lejos de pincharse, se aísla cada día más de la realidad.
Se dirigen a las Cortes españolas para exigir la libertad de quienes están en cárceles gestionadas por la Generalitat. No deja de ser un reconocimiento del fracaso de la fase unilateralista del proceso separatista
Pero la realidad es tozuda. Ha pasado desapercibido el último tiro en el pie del nacionalismo, pero cabrá recordarlo en la próxima campaña electoral. Convencida de que el mundo los miraba y veía en ellos a románticos luchadores por la liberación nacional, una eurodiputada de Esquerra Republicana presentó una enmienda al informe sobre los derechos fundamentales en la Unión Europea para exigir el derecho de autodeterminación. Evidentemente, el sopapo parlamentario fue mayúsculo. La gran mayoría, 487 votos, les dijo que no, que en Europa se respeta la legalidad y la integridad territorial de los Estados, que en Europa no se quieren más juegos peligrosos de fronteras, que en Europa se está por la paz y la convivencia. Fue un golpe de realidad. Solo hay que lamentar que el escaso apoyo a esta iniciativa viniera de los aliados y socios de Gobierno de Pedro Sánchez (Bildu, PNV, Puigdemont et al.), lo cual muestra los bajos estándares democráticos del señor que nos gobierna.
Tanta irrealidad tiene un precio, aunque a veces la factura tarde en llegar. El sorpasso económico de Madrid a Cataluña se refuerza día a día. Con tanto intervencionismo y tanta subvención, el nacionalismo gripó el otrora motor económico de España. Las empresas continúan huyendo. Más de 6.700 han trasladado su sede social desde los hechos del otoño de 2017. La moribunda legislatura nada ha arreglado. Es difícil encontrar un acierto en la gestión de la Generalitat durante los meses de la pandemia. En la primera ola de la pandemia, subieron los impuestos a las familias que habían perdido a un ser querido. En la segunda ola, han decidido masacrar a diferentes sectores económicos sin apenas compensación. Sería de agradecer que, en la tercera ola, fueran a por el coronavirus.
Con todo, la realidad asoma por algunas rendijas del Parlamento catalán. Este viernes concluye el último pleno de la legislatura. Entre puñaladas y filtraciones, los partidos independentistas se han puesto de acuerdo en algo, en lo de siempre, claro. Presentarán la enésima exigencia de autodeterminación, pero en esa misma propuesta de resolución pedirán la amnistía de aquellos que tanto mal han hecho a tantos catalanes. No piden perdón, ni siquiera insinúan una leve rectificación. Prometen repetir el golpe, pero la cuestión es que se dirigen a las Cortes españolas para exigir la libertad de quienes están en cárceles gestionadas por la Generalitat. No deja de ser un reconocimiento del fracaso de la fase unilateralista del proceso separatista. El problema es que ahora encuentran en la Moncloa un firme apoyo para que, en la segunda vuelta del procés, tengan alguna garantía de éxito.
En definitiva, el famoso «apreteu, apreteu» se refería a los impuestos y a la discordia. Y eso no cambia. Una pésima gestión disfrazada de épica identitaria será, una vez más, la oferta del nacionalismo a todos los catalanes. No parece muy seductora, ni muy ilusionante. No obstante, las encuestas indican que, como siempre, su base estará movilizada, aunque sea por el odio que se sienten entre ellos. Los de Esquerra irán a votar contra el «boig» de Puigdemont y los de este, contra los «traidores» de Pere Aragonès. Y con su agria mezcla de victimismo y prepotencia, buscarán estropearnos las Navidades a todos, como si no tuviéramos ya bastantes problemas. Ojalá los reencuentros familiares, con todas las medidas sanitarias pertinentes, despierten entre la mayoría de los catalanes un sentimiento de paz y concordia y, así, el año nuevo nos traiga una Generalitat diferente como un buen regalo. Más fuerte parecía el PSOE andaluz.
Si el otro es el infierno, si todo lo que está a la derecha del PSOE es fascismo, reventar los consensos de la Transición no será suficiente para los enfebrecidos.
Socios en el mal gobierno, los de Pedro Sánchez y los de Pere Aragonès se unen contra aquellos que, con el ejemplo, evidencian que se puede gobernar de otra manera, que se puede gobernar mejor, mucho mejor.