Juan Milián Querol | 17 de marzo de 2021
En Madrid hay tanta libertad que, quienes quieran un procés madrileño, a partir del próximo 4 de mayo tendrán la oportunidad de conseguirlo con un candidato ideal: Pablo Iglesias.
El encuentro se produce en un hotel de Madrid a mediados de 2019. Uno lee el diálogo e imagina la escena con los acordes de la banda sonora de El Padrino sonando de fondo. «Si vosotros queréis ser la alternativa al PP, no podéis subordinaros a ellos. Sois débiles territorialmente hablando, os damos la opción de tener base en muchas ciudades importantes y desvincularos del PP. Cualquier consultor político te diría que lo hicieras ya con los ojos cerrados». Estas palabras fueron susurradas por el ministro socialista José Luis Ábalos al oído del entonces secretario de Organización de Ciudadanos, José Manuel Villegas, según explican los periodistas María Llapart y José Enrique Monrosi en su libro La coalición frente a la pandemia.
Para el ministro de Pedro Sánchez, esta era una oferta que no se podía rechazar. «Sois débiles»; «os damos la opción de tener base». Sin embargo, Villegas, conocedor de la toxicidad del personaje y de su padrino, nunca respondió. Lo haría meses más tarde Inés Arrimadas. En su cabeza se dibujaba una jugada maestra, redonda. En octubre, ella misma había asegurado que «quien ponga en peligro la estabilidad de los Gobiernos (en plena pandemia) tiene un problema moral». La coherencia nunca ha sido el punto fuerte de su partido; tampoco la humildad. Así pues, decidió iniciar en Murcia una cadena de mociones de censura contra sus socios del Partido Popular, pero la primera en la frente. No tenían liderazgo, ni sumaban mayoría. Vendió la dignidad para obtener poder y se han quedado sin dignidad ni poder. Sánchez les ofreció cicuta y se la bebieron con fatal arrogancia. Para muestra, el tuit con el que una diputada de Arrimadas cerraba el intenso viernes: «Definitivamente, a España le queda grande Ciudadanos». Esa es la actitud que lo explica todo.
La hábil Isabel Díaz Ayuso tardó microsegundos en reaccionar a la autodestructiva traición naranja, convocando elecciones al grito de «socialismo o libertad» que, tres días después, se reconvertiría en «comunismo o libertad». Ayuso es trumpismo, afirman politólogos con faz intelectualoide. Es supremacista madrileña, clama la izquierda desesperada. Nos quieren hacer creer que la presidenta de los madrileños actúa como los separatistas catalanes, pero no vemos a Sánchez ofreciéndole una mesa de negociación, ni el trato amable que este dispensó al Quim Torra del lazo amarillo. A veces, a los maquiavelitos monclovitas se les va un poco el spin de las manos, aunque no les falten altavoces mediáticos para esparcir tanta demagogia. Lo cierto es que las políticas de Ayuso y los populares madrileños son exactamente las contrarias de las que en la última década han precipitado a Cataluña por el barranco de la amarga decadencia.
El procés no ha conseguido ni la independencia, ni más autonomía, pero ha instalado un demoledor sesgo ultraizquierdista en la política catalana: más impuestos y más elevados, más regulación y más intervención, discursos antisistema desde el sistema, inseguridad jurídica e identitarismo polarizador, banalización de la violencia y desprecio de la responsabilidad. Ayuso es todo lo contrario. Es la bandera de la libertad: atrae empresas y, por lo tanto, puestos de trabajo; no pregunta a nadie de dónde viene, ni qué siente; ejerce sus competencias autonómicas con eficacia y sin victimismo. Actuó contra la pandemia antes que cualquier ministro. Buscó el equilibrio entre salud y trabajo. Ayuso es, definitivamente, la libertad responsable frente al narcisismo llorón de los Sánchez, Iglesias y Aragonés.
Ayuso es todo lo contrario al procés. Es la bandera de la libertad: atrae empresas y, por lo tanto, puestos de trabajo; no pregunta a nadie de dónde viene, ni qué siente; ejerce sus competencias autonómicas con eficacia y sin victimismo
En Madrid hay tanta libertad que, quienes quieran un procés madrileño, a partir del próximo 4 de mayo tendrán la oportunidad de conseguirlo con un candidato ideal: Pablo Iglesias. Desde la Vicepresidencia del Gobierno se dedicó a desprestigiar nuestra nación hasta un nivel nunca alcanzado por los independentistas catalanes con su Diplocat y sus embajadas fake. Ha puesto en duda que España sea una democracia, al mismo tiempo que ha comparado al vivales Carles Puigdemont (Albert Soler dixit) con los exiliados republicanos. Siempre ha estado más cerca de Lledoners que de la Constitución. De hecho, la semana pasada, aunque permanezca lejano en el recuerdo, su partido, Podemos, votó en contra de que se retirase la inmunidad en el Parlamento europeo a los prófugos secesionistas. Quiso, en definitiva, obstaculizar el trabajo de la Justicia española.
En conclusión, quienes quieran para Madrid la misma ruina que sufrimos en Cataluña, desde la fractura social hasta la huida de empresas, pasando por la asfixia cultural, pueden confiar plenamente en Iglesias. La capacidad para gestionar ha quedado totalmente acreditada durante sus trece meses en un gobierno. Así, lo ha reconocido un sibilino Sánchez, agradeciéndole los servicios prestados, sobre todo, «con las residencias de mayores». Una puñalada trapera a la altura de la coleta; un desprecio más al dolor de miles y miles de familias víctimas de la negligencia de este siniestro dúo. Esperemos, por el bien de todos los españoles, que en las urnas madrileñas la libertad vuelva a vencer a la agitación.
El afán de notoriedad de Pablo Iglesias lo lleva a dejar el Gobierno y a creer que él puede derrotar a Isabel Díaz Ayuso, a quien la izquierda, con sus ataques contumaces, han convertido en un icono de la derecha y de la libertad.
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