Pedro González | 17 de diciembre de 2019
La estrategia del peculiar primer ministro se reveló triunfadora, al dar con la clave emocional de la mayoría de los británicos: el hartazgo de una situación que no permitía avanzar en ninguna dirección.
No hay vuelta atrás, el divorcio del Reino Unido con la Unión Europea se producirá definitivamente el 31 de enero próximo. Al menos se acabó la incertidumbre. El triunfo aplastante de Boris Johnson, merced a una mayoría absoluta de 365 escaños, equivale en la práctica al segundo referéndum que reclamaban muchos de los partidarios de permanecer anclados a la Unión Europea. Es, pues, un veredicto inapelable, que acaba con una parálisis de más de tres años, dedicados casi exclusivamente a buscar la manera de incumplir el denominado brexit, es decir lo que determinó el pueblo británico, siquiera fuese por un apretado margen.
La estrategia del peculiar primer ministro se reveló triunfadora, al dar con la clave emocional de la mayoría de los británicos: el hartazgo de una situación que no permitía avanzar en una u otra dirección, al tiempo que podía comprobarse el progresivo y acelerado deterioro de la economía y los servicios públicos. Esto último ha sido determinante, por cuanto es evidente que no pocos remainers, votaron con la nariz tapada a quién prometía clara y nítidamente que consumaría el brexit sin más prórrogas ni dilaciones.
Boris Johnson contó también con la inestimable ayuda de un rival laborista, Jeremy Corbyn, cuyo programa económico-social parecía calcado del neocomunismo bolivariano de Pablo Iglesias. Suficiente, pues, para espantar a un electorado acostumbrado a analizar proclamas y programas en vez de practicar el servil seguidismo de votar-a-los-nuestros-hagan-lo- que-hagan, aunque sea delinquir.
Pese a lo aplastante de su triunfo, el reforzado primer ministro tendrá que aparcar sus habituales excentricidades para lidiar en primer término con la amenaza de estallido del propio Reino Unido. Escocia, que ha disparado hasta los 48 escaños la hegemonía de los nacionalistas del SNP, reclama sin ambages un nuevo referéndum de independencia, bajo el argumento de su inequívoca voluntad de permanecer en la UE. Boris Johnson ya ha anticipado su negativa a permitir que Westminster transfiera a Edimburgo los instrumentos que habiliten la celebración de tal consulta, lo que augura fuertes tensiones.
Tensiones que pueden extenderse a Irlanda del Norte. Los Acuerdos de Viernes Santo, que pusieron fin a la guerra en el Ulster, prevén que se celebre un referéndum de reunificación con la República de Irlanda si hubiera indicios inequívocos acerca de que tal fuera la voluntad mayoritaria de la población. Y, aunque el probritánico Partido Democrático Unionista (DUP) siga siendo el más votado, las formaciones católicas nacionalistas, encabezadas por el Sinn Fein, rebasan ya a los protestantes.
Nuestro país se ha embarcado ahora en una maravillosa aventuraBoris Johnson, primer ministro de Reino Unido
De todos modos, y al menos en lo inmediato, el proceso de divorcio con Europa seguirá acaparando la principal atención del renovado Gobierno británico. Lo más fácil será a priori la ratificación por Westminster del acuerdo que el propio Johnson concluyó con el equipo negociador de la UE, capitaneado por Michel Barnier. Tampoco será entonces muy difícil que el Europarlamento lo ratifique a su vez, y el 31 de enero el Reino Unido deje de ser formalmente miembro de la Unión Europea.
Pero, a partir de entonces comenzará la fase más peliaguda, la de establecer la nueva relación entre el Reino Unido y la UE. Londres trocará su papel de miembro, aunque díscolo y reticente, por el de rudo competidor directo, ahora, además, en un mundo en el que el presidente Donald Trump está acabando con el multilateralismo en las relaciones económicas y comerciales, restableciendo por consiguiente la ley del más fuerte.
Todo el entramado europeo se verá afectado, desde la seguridad y la defensa colectivas a la política agrícola y pesquera, pasando por el conjunto de la industria y, por supuesto, del poderoso sector de los servicios financieros, en los que Londres ambiciona convertirse en un indisimulado y gigantesco paraíso fiscal.
Al igual que los partes meteorológicos de la Inglaterra imperial señalaban que “una niebla espesa se abate sobre el Canal, el continente queda aislado”, las nuevas relaciones RU-UE volverán a estar presididas por la niebla de la mutua desconfianza. De atar todos los posibles flecos volverá a encargarse por parte europea Michel Barnier, que ya ha reconocido que los once meses que restarán hasta el 31 de diciembre de 2020 para redactar y firmar el nuevo acuerdo resultarán notoriamente insuficientes. Mientras tanto, no hay que descartar que la unidad exhibida por los Veintisiete frente al brexit pudiera resquebrajarse, fruto de los embates exteriores contra cada uno de sus miembros, y del legítimo derecho de estos a creer que defienden sus propios intereses debilitando al conjunto de la Unión.
Dos políticos irresponsables condenan al país a una ruptura generacional.
Es difícil adivinar cuál será el proyecto definitivo del actual primer ministro para el Reino Unido, pero su discurso parece atender a los sentimientos de miedo e inseguridad de sus ciudadanos.