Higinio Marín | 18 de mayo de 2021
Quienes violentan las estructuras lógicas del lenguaje, la polaridad heterosexual del deseo, la dualización mamífera de los sexos, la mecánica embriológica del crecimiento fetal, las tradiciones y convenciones morales, esos son la vanguardia libertaria del progreso.
La Revolución francesa opuso el individuo y su emergencia política con la forma de la ciudadanía contra los linajes o sujetos genealógicos que habían protagonizado la vida política durante el Antiguo Régimen (y casi desde el principio de las sociedades políticas occidentales). Ya había ocurrido mil ochocientos años antes en el orden religioso cuando el cristianismo se proclamó religión de almas y no de tribus o linajes.
Aunque la nueva religión distinguía sin separar al individuo del pueblo, la afirmación del sujeto individual como sede de la libertad ante Dios (y su juicio) inició un proceso que dio forma al conjunto de la civilización europea. Por ejemplo, siglos después, en el orden de los oficios manuales mediante la emancipación de los artistas renacentistas de sus comunidades gremiales, o de los humanistas del sistema escolástico de las autoridades. Tales procesos habían tenido el modelo precedente de la cancelación de las dimensiones genealógicas del sujeto en la profesión de la vida religiosa monástica mediante los votos de pureza, pobreza y obediencia.
Ajenos a la procreación, la propiedad y el poder civil, los religiosos suspendían los vínculos con sus linajes familiares y abrazaban un oficio cuya misión y forma de vida no se podía recibir como herencia familiar, sino que requería la libre determinación personal. De ese modo, la vida religiosa se convirtió en la primera forma institucionalizada de autodestinación social, y, por tanto, de emergencia del individuo como sede electiva de las formas de vida.
Desde entonces, el sujeto individual -la persona- podía reivindicarse sin hacer relación ni quedar fijado en su destino según fuera su linaje físico o patrimonial. Y así fue, por ejemplo, en tanto que sujeto del consentimiento matrimonial y enfrentándose a las pretensiones de los linajes (Montescos y Capuletos). De hecho, no fue hasta 1545-63 en el Concilio de Trento cuando se definió formalmente que no era necesario para la validez del vínculo el consentimiento paterno.
La universidad fue la institución que amplió esa libertad individual al ámbito de los oficios civiles, al capacitar a los individuos para perseguir su propio futuro guiándose de una inclinación interior, y no de la destinación social que fijaba su ascendencia genealógica. Fue en las universidades de la cristiandad europea donde las nociones religiosas de vocación y profesión se amalgamaron en la de vocación profesional. Y fue allí donde el futuro mundano -a imagen de la salvación- se hizo también efecto de la propia libertad biográfica y no de la ascendencia.
Así pues, todos los ámbitos de la cultura moderna fueron configurándose mediante esa afirmación del sujeto ante las dimensiones genealógicas (La Invención de lo humano, 2007). Pero, en algunos casos cruciales, esa afirmación de la subjetividad se convirtió en dialéctica: la afirmación del sujeto individual como la negación o desautorización de toda forma de antecedencia. Esa ‘dialectización’ fue el momento crucial de ruptura, y ocurrió con Lutero en el orden de la religión y en el de la filosofía con Descartes. Por supuesto que en uno y otro hay mucho de apreciable y hasta de irrenunciable, pero lo que ahora interesa es que ambos contraponen al sujeto individual como la sede de la certeza de la salvación y de la verdad, con explícita repulsa de la tradición y de todas las formas genealógicas de la fe o el saber.
Esa oposición se hizo eruptiva y violenta en las revoluciones y constituyó el corazón del progresismo como posición intelectual y moral protagónica de la modernidad. Una vez enfrentadas las ideas de libertad y de toda antecedencia condicionante, el individuo se daba comienzo a sí mismo en el nuevo marco que suponían los Estados modernos, cuyo adanismo es correlativo al del ciudadano que acuna. Desde entonces, no ya el oficio, el matrimonio o la posición social anteriormente fijada por los linajes, sino lo que se puede creer, saber o amar tenía que surgir de la autonomía desvinculada del individuo, que solo así se hacía justicia a sí mismo.
El futuro se abrió como el campo ilimitado del poder humano y el progreso que se convirtió, además, en la forma con la que vino a interpretarse también el pasado, en tanto que proceso conducente a la madurez ilustrada de la modernidad. Hegel terminó de dar forma a esa visión con la afirmación de lo nuevo como la negación de lo viejo: el pasado se conserva en el presente mediante su negación y la consiguiente ‘liberación’ del futuro como el tiempo de lo ilimitadamente posible. Así que desear lo imposible no solo había dejado ser inútil, sino que constituía el impulso histórico del progreso y de su autoconciencia política y moral, el progresismo, cuyo agente histórico es el Estado («El progresismo como mentalidad I»).
Sin saberlo, con su teoría de la evolución, Darwin convirtió la forma biológica de la especie en el antepenúltimo vestigio de la genealogía como destinación y supresión de la libertad individual. Y cuando Freud formuló su interpretación del deseo como depósito subconsciente de imposiciones culturales y paternas, señaló la penúltima forma residual del poder patriarcal. Así que la necesidad de matar al padre para llegar a ser uno mismo se transformó de enfermedad en curación. Consiguientemente, la autoafirmación ya no se podría detener ni ante la dualidad sexual de una especie mamífera, ni ante la polaridad heterosexual del deseo. Una cosa y la otra no son -por naturales que se pretendan- más que restricciones de la libertad individual, es decir, formas con las que la estructura genealógica de la especie determina a los sujetos fijando su identidad como resultado del destino.
Familia, naturaleza, polaridad sexual, tradición y hasta el lenguaje mismo que soporta todo lo anterior como sentido común no son más que allanamientos de la ilimitada disposición de sí en que consiste la libertad. Dimensiones del guion que convierte al individuo en mero actor de una existencia que se le sirve ya escrita. En cambio, quienes violentan las estructuras lógicas del lenguaje, la polaridad heterosexual del deseo, la dualización mamífera de los sexos, la mecánica embriológica del crecimiento fetal, las tradiciones y convenciones morales, y, en suma, suspenden en su conciencia el ascendiente de cualquier tipo de ascendencia, esos son la vanguardia libertaria del progreso, los agentes históricos y políticos del progresismo.
Ya no se trata, pues, de meros actores que representan una existencia escrita, sino de autores cuya libertad crece en la medida que se adueñan y reescriben más dimensiones del guion de su existencia y de su identidad misma. Y he aquí que ahora se hace visible el último, por el momento, de los aspectos de la propia vida de los que el individuo no es autor: el hecho mismo de estar vivo. Por eso, la elección de la propia muerte, posibilitada y amparada por el Estado en situaciones de impedimento propio, no es un derecho más, sino la verificación consumada de la condición de autor de un ser vivo al respecto de su propia vida.
Los que ejercen el poder sobre sí de elegir la eutanasia, de cambiar de sexo o de orientación sexual, por ejemplo, no solo ejercen la libertad hasta consumarla, sino que nos hacen libres a los demás convirtiendo en electivo el hecho de no matarnos o cambiar de sexo. Sin ellos nuestro convencionalismo sería sumisión. En cambio, la mera desaprobación del suicidio y la eutanasia, del incesto, del transformismo quirúrgico de sexo, del poliamor, de la hibridación sexual, genética o quirúrgica con otras especies o con suplementos tecnológicos de nuevas y acrecentadas potencias cognitivas, no son más que sujeciones atávicas de una conciencia esclava y ‘conservadora’.
El progresismo es el lado bueno de la historia.
En una época dominada por el emotivismo y en la que el sentir define el ser, la condición de víctima de la injusticia y la discriminación consiste en sentirlo así. Poco importa aquí la objetividad de los hechos, lo real objetivo, pues todo es objeto de sentimiento.
La autora de Feminismo sin complejos alberga la esperanza de que este movimiento muera por sus propias incongruencias. A su juicio, es un engaño y un negocio que «no lucha por la mujer, sino contra las estructuras sociales e incluso contra la propia biología».