Luis Núñez Ladevéze | 19 de marzo de 2020
Felipe VI compareció ante los españoles para animar a vencer la pandemia. Un hecho que coincide con la reciente renuncia a la herencia emponzoñada que pueda corresponderle de su padre.
El rey compareció ante los españoles para animar a vencer la pandemia que se propaga desenfrenadamente. Era el momento oportuno, cuando acabamos de tomar conciencia colectiva de la gravedad de una crisis que el azar ha hecho coincidir con la difícil resolución de Felipe VI de renunciar a la herencia de su padre.
La Corona ha actuado otra vez de manera prudente y ejemplar. Su decisión es modelo de imitación y marco de garantía para inspirar confianza en los ciudadanos, no solo por el sentido de la anticipación para prevenir las consecuencias, sino por el coraje moral que se requiere para responder en circunstancias excepcionales.
Excluirse como heredero de cualquier negocio contaminado por su padre, en que pueda aparecer beneficiado, no era fácil. En primer lugar, porque se trata de su padre, y esa medida entraña el reconocimiento de una conducta reprochable. Dio muestras anteriormente de esa capacidad resolutiva cuando se trató de su hermana y de su marido Iñaki Urdangarin. La virtud suele consistir en optar por lo más difícil. Y antes y ahora, lo más difícil es que las prioridades queden proporcionalmente ordenadas a las responsabilidades contraídas.
Fue decidido para salir al balcón ante todos los españoles para desautorizar la sediciosa maniobra del independentismo. El rey se limitó a decir lo obvio, y en repetirlo de nuevo en el Teatro Real de Madrid cuando advirtió que “no es admisible apelar a una supuesta democracia por encima del derecho”. Las reglas del Estado democrático han de cumplirse como condición sine qua non de la convivencia pacífica. En momentos de contaminación, como los actuales, cuando vivimos en un entorno de angustia y opresión emocional a causa de la pandemia, es oportuno que quien levante la voz muestre que su ejemplaridad está a la altura de su dignidad institucional. Porque no basta tener autoridad, si no se es ejemplar. Y no se es ejemplar si los miembros de un Gobierno no cumplen con las propias instrucciones de seguridad que el Gobierno dicta para decretar el estado de alarma, como se ha visto en escenas televisadas del Consejo de Ministros que las dispuso.
La responsabilidad del rey la determina su entrega a la institución monárquica, no los sentimientos personales, que no dejan por ello de ser irrenunciables. La decisión de Felipe VI no sería menos elogiable si solo la hubiera tomado para rechazar el beneficio de una herencia, porque privarse de una oportunidad que se presenta beneficiosa requiere sacrificio y sentido del deber. Anteponer el interés económico al deber moral es, justamente, el reproche que pudo hacerse al rey emérito. Tal fue el motivo por el que, en prevención de la monarquía parlamentaria. Mariano Rajoy, preparó instado por el rey, y contando con la oportuna y discreta cooperación del jefe de la oposición, Alfredo Pérez Rubalcaba, la delicada y compleja maniobra que culminó en la abdicación del rey Juan Carlos I en su hijo Felipe VI.
Han pasado casi seis años desde entonces, y ahora se comprenden, más claramente que en aquellos días, las razones que llevaron hasta aquel desenlace del reinado de Juan Carlos I, tan inesperado que cogió por sorpresa a todos los medios informativos. Hubo sentido de la anticipación. El rey emérito lo aceptó al hacerse consciente de que era más importante salvaguardar la democracia constitucional que seguir encubriendo los devaneos que venían saltando a las páginas de la actualidad desde hacía tiempo.
En el capítulo XVIII, Maquiavelo dice al Príncipe: “Pocos saben lo que eres; y estos pocos no se atreven a oponerse a la opinión de la mayoría, que se escuda tras de la majestad del Estado”. Suele interpretarse como una advertencia hipócrita, que distingue entre la apariencia y la verdad. Si se refiere a un rey absoluto, a un dictador o a un autócrata, indudablemente encubriría la hipocresía. Pero lo significativo de la observación maquiavélica es que, por vez primera, se anuncia la importancia de “la opinión de la mayoría”. Un monarca parlamentario no puede ignorar que la opinión de la mayoría se forma a través de la libre información. Vista así, la observación de Maquiavelo se convierte en un consejo de prudencia moral al Príncipe para que, pese a que lo reviste la “majestad del Estado”, no vaya desnudo bajo ese majestuoso ropaje. Haga lo que haga, no tiene que dar motivos que puedan avergonzarlo a los ojos de sus conciudadanos.
En 2014, Rajoy, prudentemente auxiliado por una oposición colaboradora, entendió que el rey emérito que abdicara, y el emérito lo asumió con todas sus consecuencias. Se trataba de evitar que esas consecuencias empañaran la credibilidad de la monarquía parlamentaria ante la opinión de la mayoría de los ciudadanos que la respaldan. Había que descontaminar a la institución del virus de una conducta que podía resultar contagiosa por su falta de ejemplaridad. Juan Carlos I lo entendió y dio el sorprendente paso atrás de abdicar en su hijo cuando nadie lo esperaba.
Seis años después, el rey renuncia a la herencia emponzoñada que pueda corresponderle de su padre y le retira la asignación fijada en los presupuestos del Estado para descontaminar a la monarquía de cualquier pretensión jurídica que pudiera chantajearla o hacerla rehén de una conducta censurable.
Es una decisión tan difícil o más que las precedentes, administrada por la prudencia moral. La línea de decisiones reales confirma un itinerario en el que el sentido de responsabilidad se anticipa a que la falta de ejemplaridad de una conducta pasada tenga efectos indeseables. Cuando aflora, el tiempo no basta por sí solo para detener los daños del mal que se hizo anteriormente. Siempre puede ocurrir que quedemos rehenes de nuestra conducta previa. Lo estamos viendo en estos días en que la expansión del coronavirus ha llevado imprudentemente a alentar manifestaciones en plena incubación de la epidemia.
La Princesa Leonor es la última de una larga lista de monarcas y otras personalidades que han recibido el Toisón de Oro. La historia de la gran condecoración de la Casa Real española se remonta al siglo XV y al dominio en Europa.