Juan Milián Querol | 19 de mayo de 2021
ERC y Junts per Catalunya gobernarán en coalición: los de Puigdemont lucirán el suministro de vacunas y se encargarán del reparto de los fondos europeos. Sin embargo, a los de Aragonès les tocará la consejería que más desprecia el nacionalismo, la de Interior. Un Gobierno inestable pero no barato.
No tenían prisa. Quim Torra había anunciado las elecciones un año antes y, tras estas, aún se tomaron tres meses para llegar a un acuerdo de reparto de consejerías. En el fondo, se trataba de un asunto mobiliario: la redistribución de los sillones. Punto. El desarrollo de las negociaciones no augura un gobierno de la Generalitat bien avenido. En algún momento se llegó a temer por la repetición electoral, pero las izquierdas no iban a permitir que el nacionalismo abandonara, tras más de cuatro décadas, la Generalitat.
Los comunes fueron una vez más los pagafantas del procés, siempre prestos a ofrecer cobertura a Esquerra para acabar quedándose a dos velas. También el PSC se desdijo de las promesas electorales -cómo no- y estuvo algunos días asomando la patita de un tercer tripartito. Pero, al final, el papel de mediador fue para la CUP.
Los cuperos son actualmente el partido más prosistema en Cataluña. No sería posible tanto procesismo -retórica revolucionaria y parálisis reformista- sin ellos. A pesar de su estética perrofláutica, son los garantes del Gobierno de los de siempre. Nada va a cambiar en Cataluña los próximos años: unos pocos gobernarán contra la mayoría y las instituciones seguirán degradándose.
La administración autonómica más cara de España seguirá esforzándose para condenarnos a otra década de decadencia. La ficción de Waterloo seguirá imponiéndose a la realidad catalana con el aplauso de los medios concertados. Y es que la fuga de empresas y el cierre de negocios familiares no es algo que afecte directamente a estos clérigos del procés.
Tontearon con unas nuevas elecciones en julio. En Junts per Catalunya se frotaban las manos pensando en acaparar el voto del extraparlamentario Pdecat, el partido de Artur Mas, y el de algunos abstencionistas de febrero que entonces temían el coronavirus. Mareaban la perdiz de las negociaciones por puro cálculo electoralista.
Solo se necesitó la publicación de un par de encuestas el pasado fin de semana para que Pere Aragonès y el sedicioso Jordi Sánchez cerraran el acuerdo en pocas horas
La prueba es que, tras varios faroles y algunos momentos pimpinela, solo se necesitó la publicación de un par de encuestas el pasado fin de semana para que Pere Aragonès y el sedicioso Jordi Sánchez cerraran el acuerdo en pocas horas. La Vanguardia vaticinaba un descenso del separatismo, mientras todos los sondeos le negaban a Puigdemont el sorpasso a ERC. No era cuestión de jugarse el modo de vida: el palacete y los sueldos de sus cortesanos son prioridad.
En el acuerdo alcanzado, 46 páginas de puro procesismo, se mantiene la confrontación contra el Estado. Se crearán más entes para hablar de independencia, alcanzando ya una preocupante e insostenible hiperinflación de organismos sobre la utopía onanista. Evidentemente también se crearán más comisiones parlamentarias para la cosa, y unos cuantos instrumentos de coordinación porque allí nadie se fía de nadie. Las puñaladas traperas entre los socios del Govern van a seguir durante los próximos años. No se soportan. Solo les une la independencia, pero los separan la estrategia, el relato, la ideología y, sobre todo, la ambición personalista y partidista. La batalla está en la hegemonía dentro del campo independentista y ninguno de ellos va a dejar de aplicar sus malas artes contra los compañeros de poltrona.
En el reparto de cargos, siete consejerías para cada partido, se evidencia que, una vez más, los neoconvergentes han pasado la mano por la cara a los republicanos. Estos siguen acomplejados ante los hijos políticos del pujolismo. Los de Puigdemont lucirán el suministro de vacunas y se encargarán del reparto de los fondos europeos. Sin embargo, a los de Aragonès les tocará la consejería que más desprecia el nacionalismo, la de Interior. Los mossos vuelven a ser moneda de cambio. Eso sí, los republicanos podrán inflar su superioridad moral jugando con un artefacto podemita, la Consejería de Feminismos. Preparémonos para una yuxtaposición de políticas de identidad que justifiquen la creación de numerosos cargos sin aportar absolutamente nada. Será un gobierno inestable, pero no barato.
En definitiva, tras la desaparición del presidente-becario Torra, ahora en Cataluña gozaremos de dos presidencias de la Generalitat: la presidencia efectiva de Puigdemont, y la de Aragonès, la presidencia de honor. Manda el fugado, aunque a los actos oficiales en Cataluña acuda el de Esquerra. La cuestión será la reacción del Gobierno de Pedro Sánchez ante una Generalitat que se mantendrá hostil a la mayoría de los catalanes. Son claros los indicios, por ejemplo, que apuntan a una mayor reducción de la libertad de los padres para elegir la educación de sus hijos. Los medios públicos continuarán insultando a media Cataluña.
La burocracia y las regulaciones acabarán por asfixiar el mérito y el talento. Más impuestos y menos empresas esperan al otrora motor económico de España. El nacionalismo moderado es un imposible. Pero a Sánchez le da igual. Regalar los indultos -como los va a regalar- a aquellos que prometen reincidir no favorecerá ninguna concordia, sino un segundo golpe independentista con un constitucionalismo más desmotivado que en 2017. Quizás nunca consigan la independencia, pero ya siempre serán el Govern de la decadencia.
La votación del suplicatorio de Carles Puigdemont en el Parlamento Europeo demuestra, una vez más, que España es una democracia plena con una Justicia independiente, pero también que el Gobierno de la nación está en manos de quienes tratan de conseguir precisamente lo contrario.
El cambio real en Cataluña es posible, como lo ha sido en Andalucía, pero no pasa por concentrar los votos constitucionalistas en el PSC. Este es más de lo mismo.