Álvaro de Diego | 20 de febrero de 2021
La detención de Pablo Hasél por delitos de enaltecimiento del terrorismo e injurias a la Corona ha motivado violentos disturbios y una petición de indulto por parte del vicepresidente segundo del Gobierno. Los mismos que hoy se indignan por la condena del rapero hubieran aplaudido procesar por «apología del franquismo» a una víctima del estalinismo y premio Nobel de Literatura como Alexander Solzhenitsyn.
Algunas vidas no son fáciles. No lo fue la del escritor ruso Alexander Solzhenitsyn (1918-2008). Hijo de un terrateniente cosaco al que no llegó a conocer y de una maestra, se graduó en Matemáticas y Física el año en que Hitler invadió la Unión Soviética. Participó en la mayor contienda de tanques de la historia, la batalla de Kursk, pero no pudo celebrar la victoria contra el nazismo. Sus críticas privadas a Stalin por la desafortunada (y sanguinaria) conducción de la guerra le valieron su primera condena a trabajos forzados. Resultó premonitorio que se le detuviera en Königsberg, cuna de Kant. Desde entonces, la divisa del ilustrado alemán, «Atrévete a pensar», le depararía al ruso el oprobio de los campos de trabajos forzados. En el gulaj, acrónimo en ruso de la Dirección General de Campos y Colonias de Trabajo Correccional (la rama del KGB que dirigía este sistema penal), se le empleó como minero, albañil y forjador, padeció el frío y el hambre, y contrajo un cáncer.
Solzhenitsyn compuso su obra más conocida, Archipiélago Gulag, entre 1958 y 1968. Se basaba en su propia experiencia y en el testimonio de otros doscientos presos políticos condenados a trabajos forzados por el estalinismo. Cuando el KGB descubrió el manuscrito en 1973, su autor ya había recibido hacía tres años el Premio Nobel de Literatura. De poco le sirvió la distinción de la Academia Sueca. Fue expulsado en marzo de 1974 de la URSS, a donde solo regresaría mucho después del colapso socialista, en 1994, y desprovisto de nacionalidad.
Archipiélago Gulag (en tres volúmenes)
Aleksander Solzhenitsyn
Tusquets Editores, S.A.
832/ 816/ 744 págs.
25€ cada volumen
Publicado en París en 1973, Archipiélago Gulag llegó a las librerías españolas en los compases finales del franquismo (en Rusia solo se autorizaría quince años después, con Gorbachov). Fuera de los circuitos literarios, poca gente conocía en nuestro país a Solzhenitsyn, que en marzo de 1976 emprendió una discreta visita a España. Su presencia, de hecho, pasó inadvertida hasta que ABC abrió su portada con la imagen del escritor apátrida asistiendo a una corrida de toros en la madrileña plaza de Las Ventas.
No obstante, la polémica estalló el sábado 20 de marzo cuando el exiliado acudió al programa Directísimo de Televisión Española. Hacía apenas unos meses que había muerto Franco y Juan Carlos I exploraba aún la forma concreta de conducir al país hacia la democracia. Era un momento de tanta incertidumbre como esperanza y todo el mundo estaba atento a cualquier declaración política. Entrevistado por José María Íñigo en horario de máxima audiencia y en la única cadena entonces existente, Solzhenitsyn aludió entonces a los «110 millones de víctimas» del totalitarismo soviético. Y, acto seguido, pasó a señalar las diferencias entre la URSS y la España legalmente aún franquista: «Sus progresistas llaman dictadura al régimen vigente en España. Hace diez días que yo viajo por España y he quedado asombrado. ¿Saben ustedes lo que es una dictadura?». Según el antiguo cautivo del gulaj, los españoles podían fijar libremente su lugar de residencia, leer prensa extranjera u organizar huelgas que en su país de origen se castigaban con penas de prisión y fusilamientos. La amnistía declarada por el primer Gobierno de la monarquía, aunque limitada, resultaba impensable en Rusia, donde no se había concedido ninguna medida de gracia desde 1917.
Las reacciones a la entrevista no se hicieron esperar. La prensa de extrema derecha trató de utilizarla para justificar el mantenimiento de las estructuras franquistas. Medios como El Alcázar acudieron a Solzhenitsyn para denunciar la amenaza contra la moral y las tradiciones que presuntamente supondría un abrupto cambio político. Lo cierto es que si el novelista se había lamentado de la crisis espiritual de un Occidente materialista, unos años después destacaría en Harvard que «en las primeras democracias, como en la democracia norteamericana por la época de su nacimiento, todos los derechos humanos fueron conferidos sobre la base de que el ser humano es una criatura de Dios».
No obstante, las respuestas más virulentas tomaron forma en las páginas de las más relevantes revistas progresistas del momento. En Cuadernos para el diálogo, publicación fundada por el exministro franquista Joaquín Ruiz-Giménez, el novelista Juan Benet no se limitaba a censurar la «pueril» literatura de su colega ruso; se descolgaba con un abyecto ataque personal hacia la víctima del comunismo: «Yo creo firmemente que mientras existan gentes como Alexander Solzhenitsyn perdurarán y deben perdurar los campos de concentración. Tal vez deberían estar un poco mejor custodiados a fin de que personas como Alexander Solzhenitsyn, en tanto no adquieran un poco de educación, no puedan salir a la calle».
Sus progresistas llaman dictadura al régimen vigente en España (franquismo). Hace diez días que yo viajo por España y he quedado asombrado. ¿Saben ustedes lo que es una dictadura?Alexander Solzhenitsyn
Lejos de rectificar, Benet se reafirmaría en sus apreciaciones, mientras el grueso de la izquierda política y cultural callaba ante la miserable burla de una víctima de la represión. Una honrosa excepción en el progresismo fue Gregorio Peces-Barba. Para el futuro padre constitucional, ninguna desautorización política o literaria, perfectamente legítimas, podían justificar la violencia o los campos de concentración para nadie. El episodio, en todo caso, era representativo de dos fenómenos: la amplia libertad de expresión que imperaba en España en vísperas de su transición democrática y la conciencia por parte de la izquierda de su presunta superioridad moral frente a los restantes idearios.
Más de cuatro décadas de democracia después, una parte de la izquierda populista solicita restricciones a la prensa desde la vicepresidencia segunda del Gobierno. Y, a la vez, pide el indulto para el autor de canciones y tuits en los que se alaba a ETA y al Grapo, se defienden sus tiros en la nuca o que «alguien clave un piolet en la cabeza de José Bono». Cómoda con el enaltecimiento del terrorismo y la humillación a sus víctimas, hoy hubiera querido encarcelar a Solzhenitsyn. Por «apología del franquismo».
Nuestros actuales dirigentes políticos nos están conduciendo a esa situación de (mala) cabeza, cuesta abajo y sin (casi) frenos internos, suyos y de la sociedad española, por acción o dejación dolosa.
Entiendo la buena voluntad con que, en estos tiempos de pandemia universal, democracia teratológica y estado de golpe nacional, se procure mitigar las críticas y protestas con la invocación de un pasado del que abominan los demócratas de todos los pelajes.