Armando Zerolo | 20 de septiembre de 2019
Una vuelta a las urnas supondrá, previsiblemente, un repunte del bipartidismo. El precio será el de seguir cansando a los ciudadanos y desgastando su confianza hacia las instituciones del Estado.
Si algo quedó claro en las pasadas elecciones es que la mayoría de los españoles estaban hartos de la crispación y querían unas políticas estables sobre asuntos verdaderamente importantes como la educación, la estabilidad económica, los servicios públicos y la eficiencia de la Administración pública. El resto de cuestiones, incluida la inmigración, el feminismo o la sepultura de Franco quedó demostrado que eran cortinas de humo.
En el espectro electoral aquellos que creyeron encontrar un nicho en estas cortinas acabaron confundiéndose con el humo y siendo tan efímeros como nubes de verano, vapor de agua que no empapa. Los partidos de la “nueva política” no habían triunfado en España y, para sorpresa de muchos, el tan denostado bipartidismo volvía a prestigiarse. Esta era la calma que quedaba después de aquellos momentos de tormenta que arreciaron con mayor intensidad durante la Semana Santa que vivió un largo sábado santo político.
Muchos respiramos después de las elecciones al comprobar que lo importante seguía intacto y que la tempestad apenas había dañado el edificio político. Nos despertamos con la esperanza de que, al margen de que nuestro partido favorito hubiese ganado o no, o no tanto como nos hubiese gustado, los extremos de la ruptura no se tocaban y quedaba un amplio espacio intermedio para el entendimiento y la construcción. Volvimos a pensar en España y en la posibilidad de un trabajo en común después de haber aprendido la lección de que la crispación no renta ni electoralmente ni socialmente. Quedaba, porque así debe ser, la arena política de los pactos, las escenificaciones de la diferencia, y las luchas internas de poder, pero ya sabemos que estos daños se asumen a beneficio de inventario en el juego de la democracia.
Sabíamos que la tendencia bipartidista iría en aumento y que el tiempo desgastaría las opciones más escoradas, que el espacio para el acuerdo se encontraba en un amplio lugar intermedio, y que esta legislatura desgastaría a Podemos y a VOX. Sabíamos que Errejón calentaba en el banquillo esperando que el fatigado Iglesias pidiese el cambio porque no aguantaría hasta el final del partido. Que VOX era un equipo ascensor y que pronto volvería a jugar en campos de tierra y barro.
Ciudadanos podría haber jugado en Europa, pero midió mal sus fuerzas y jugó todas las competiciones sin apostar fuerte por ninguna. Rivera no disputaría ninguna final, aunque sería un rival molesto en todos los enfrentamientos. Y sabiendo todo esto contábamos con que el espectáculo siguiese con normalidad, dando por hecho que después de la pretemporada vienen la Liga y la Champions. Nadie contaba con que la pausa estival se fuese a prolongar, porque las pausas demasiado largas producen hastío y descontento, y pueden provocar que el público cautivo se fugue a otros deportes o, lo que es peor, que pierda el interés.
Lo que no pensábamos era que nadie fuese a utilizar lo que todos sabíamos para su propio beneficio. Era difícil imaginar, aunque muchos hoy se hayan llevado el pleno al quince, que esta información fuese utilizada en interés partidista. Era obvio que una repetición de elecciones castigaría los extremos y significaría un repunte de PSOE y PP, y hasta aquí todo claro.
¿Pero sabe alguien cuántas cajas de Pandora se abren cada vez que se convocan nuevas elecciones? ¿Saben qué maquinarias se activan, que relaciones se deshacen y cuánto se tensan algunos cabos? ¿Se pueden imaginar el desgaste al que se someten las instituciones, los símbolos y la confianza de un país cada vez que se remueve el fango electoral? Pues bien, si lo saben o se lo imaginan, entonces podrán hacerse cargo de la gravedad de que se vuelva a convocar a los españoles a las urnas. Se nos volverá a someter a la presión de tener que elegir, y elegir es discriminar, porque señalar a uno es tachar a otro, y entonces volveremos a entrar en la dinámica de la que queríamos salir, porque estábamos hartos de tener que discriminar, distinguir y dividir aquello que amábamos.
Dejamos algo claro en las urnas, y era que no queríamos crispación ni división, y que confiábamos en los de siempre para continuar tranquilamente, pero este mensaje se nos ha devuelto como papel mojado sobre el que tendremos que volver a escribir lo mismo con borrones de tinta. Y entonces quizá descubramos que las elecciones las carga el diablo, que el magro beneficio electoral que todos sabíamos que se produciría en cualquier caso ahora se obtenga a cambio del descontento, del cansancio y de haber dado razones a los que nunca las tuvieron.
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