Orencio Sacristán | 21 de junio de 2021
Existe la monarquía, existe el rey, pero se le pide que no ejerza de tal, que modere y arbitre, pero que al mismo tiempo no lo haga realmente por cuanto carece de todo poder efectivo para ello. ¿Pero no es esto acaso algo absurdo?
La presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, ha abierto la caja de los truenos con su referencia a la difícil y comprometida situación en la que queda la persona del rey a causa de los indultos que el presidente de Gobierno ha anunciado para los sediciosos que intentaron romper la unidad de la Nación en 2017. Rápidamente se ha levantado un coro de fervorosos “monárquicos” que con indignación claman contra la mención al rey Felipe VI para el caso de que éste se vea en la tesitura de tener que refrendarlos.
A este respecto, siempre me ha llamado la atención el acuerdo general existente a la hora de concluir que el rey es una instancia sin capacidad alguna de intervenir en las cuestiones más fundamentales en la vida de la nación.
Sin ningún atisbo de duda se afirma que en una monarquía parlamentaria el rey carece de todo poder efectivo, de todo poder real. En mi ingenuidad, sin embargo, no consigo entender que si esto es así, que si estamos ante una instancia tan ausente y nula, cómo puede conciliarse con el mandato constitucional que la monarquía tiene de «arbitrar y moderar» los otros poderes del Estado. Porque si todavía sigue vigente el Diccionario de la RAE, esperemos que sí, «arbitrar» significa, en su primera acepción: «Idear o disponer los medios o recursos necesarios para un fin», así como la de «actuar o intervenir como árbitro en un conflicto entre partes»; e incluso incorpora una tercera acepción más contundente todavía por cuanto define arbitrar como: «Proceder libremente, según la propia facultad». Y la acepción del verbo «moderar» no es menos clara a este respecto, pues expresa la idea de «ajustar o arreglar algo, evitando el exceso», lo que supone, en buena lógica, algún tipo de poder suficiente para ello. Pero ¿hay alguien en España que conozca los medios o facultades que ostenta el rey para ejercer su papel de árbitro y moderador de las instituciones del Estado que le reconoce el artículo 56 de la Constitución? Silencio absoluto.
Existe la monarquía, existe el rey, pero se le pide que no ejerza de tal, que modere y arbitre, pero que al mismo tiempo no lo haga realmente por cuanto carece de todo poder efectivo para ello. ¿Pero no es esto acaso algo absurdo? Asumamos que no corresponde a un rey moderno el gobierno ordinario de un pueblo, y que es bueno delegar dicho gobierno en un Consejo de Ministros con un presidente a la cabeza con el apoyo de una mayoría parlamentaria. Admitamos esto. Pero si admitimos esto, admitamos al menos que si existe un rey alguna responsabilidad le corresponderá en su función de arbitrar y moderar.
De hecho, nuestro texto fundamental le señala en su artículo 61, algo más, o mejor, mucho más, por cuanto le señala la grave responsabilidad de «hacer obedecer la Constitución». Pero si esto es así, no cabe sino reiterar la pregunta, ¿de qué poderes y facultades dispone el rey para hacer cumplir este mandato constitucional de hacer obedecer la Constitución? Y, por hipótesis, ¿qué poder tiene el Rey para hacer cumplir la Constitución en el supuesto de que se elija un presidente de Gobierno por parte de una mayoría parlamentaria desafecta a la Constitución y a España? ¿Tiene o no tiene ese poder? Que respondan nuestros sesudos constitucionalistas. Si tiene, ¿cuáles son? Y si no tiene, el mandato constitucional de hacer obedecer la Constitución resulta absurdo cuando no contradictorio. Amén de reducir la existencia misma de la Corona a algo igualmente absurdo.
Lo que resulta obvio, y que nuestros monárquicos oficiales no entienden, es que un sistema parlamentario como el nuestro requiere de una instancia suprema que sea capaz de garantizar la unidad y permanencia de la nación.
La Corona vendría a ser así un mero trámite burocrático, con una decoración algo pasada de moda y en las que su «dignidad y autoridad son postizas y teatrales», haciendo del Rey, en palabras de Juan Pérez Villamil, «un autómata sin alma y sin voluntad». Eso en el mejor de los casos, porque en el peor, una Jefatura del Estado así concebida, constituye un cuerpo inútil que ocupa el lugar que otra figura, ésta sí eficaz y con verdadero poder debería ocupar. Un presidente de República, por ejemplo. Porque lo que resulta obvio, y que nuestros «monárquicos oficiales» no entienden, es que un sistema parlamentario como el nuestro requiere de una instancia suprema que sea capaz de garantizar la unidad y permanencia de la nación.
Si el rey no puede desempeñar su alto cometido, algo que por otra parte le atribuye la Constitución, le condenan a ser una institución inútil e incluso perjudicial, por cuanto impediría la existencia de una Jefatura del Estado con poder bastante para garantizar la existencia y continuidad histórica de España. Y ya se sabe que sucede con las cosas inútiles, que se desechan.
Una nación de pasado turbulento, con tendencia a la autoflagelación, sacudida por intensas pulsiones centrífugas, dada al maniqueísmo y cuyos integrantes practican un levantisco individualismo, exige un poder simbólico, neutro y moderador por encima de la lucha partidista.
La institución monárquica, que ha dejado de inmiscuirse en la política cotidiana, se ha convertido, paradójicamente, en el valor nuclear de nuestra vida en común; en la pieza clave de nuestro sistema constitucional.