Juan Milián Querol | 21 de julio de 2021
El nacionalismo nunca ha soportado lo que significaban los Juegos Olímpicos de Barcelona: la ciudad abierta y cosmopolita, la apuesta por el talento y el mérito, sin tener en cuenta la ideología o el partido o la colaboración leal entre las administraciones públicas y las empresas privadas.
El próximo domingo se celebra el vigesimonoveno aniversario de los Juegos Olímpicos de Barcelona. Con aquellas olimpiadas la ciudad se abría al mar y España se abría, definitivamente, al mundo. Bien lo explica el historiador Jordi Canal en su reciente libro 25 de julio de 1992. La vuelta al mundo de España (Editorial Taurus). La obra desemboca en un día, el de la inauguración de los que entonces se considerarían los mejores Juegos de la Historia, pero Canal también repasa la historia de la Transición española y la de aquellos consensos que conformaron una de las democracias más avanzadas del planeta. España pasaba de una dictadura centralizada a la consolidación del Estado de las autonomías y del Estado del bienestar. No fue fácil. En aquel tránsito hubo mucho de ejemplar, pero también algo de milagroso.
En torno a 1992 también se vivieron los años del apogeo pujolista, un proyecto de construcción nacional basado en la totalización de la sociedad catalana y la sumisión de esta al poder de la Generalitat. Se impulsó políticamente el control de las almas a través de la educación y de los medios de comunicación. Es entonces cuando empiezan a asentarse algunos de los perniciosos elementos que acabarían pariendo el proceso separatista del siglo XXI. Por y contra aquella Barcelona olímpica corrían los hijos de Jordi Pujol, Joaquim Forn, David Madí, Jordi Sánchez y otros nacionalistas que directamente trataban de boicotear la modernidad de Cataluña. Allí se forjarían los futuros líderes del procés. Allí se foguearon en el daño a la imagen de Barcelona. Allí ya exhibieron un narcisismo enfermizo y una pancartita, la del Freedom for Catalonia, como la que les aguardaría décadas después a la salida de Lledoners.
El historiador de Olot describe perfectamente la reacción nacionalista como un perricidio. Según nuestro autor, «a los nacionalistas y a los nacionalizadores del hacer país, Cobi siempre les pareció feo y peligroso: representaba lo que no querían para una Cataluña de su supuesta propiedad». Barcelona era poderosa. Era un contrapoder. Y no lo podían permitir. De esta manera, durante décadas, el pujolismo y sus descendientes se han aplicado en la tortura y muerte de todo aquello que simbolizaba la mascota olímpica. La modernidad y la innovación fueron combatidas con ombliguismo y ensimismamiento. El pluralismo y el mestizaje, con el unanimismo mediático y el monismo identitario. El vanguardismo, con una falaz reescritura del pasado y el provincianismo. Reconvertirían lo catalán en una pertenencia excluyente y beligerante, y aniquilarían el doble patriotismo.
El nacionalismo nunca ha soportado lo que significaban los JJ.OO. de Barcelona: la ciudad abierta y cosmopolita, la apuesta por el talento y el mérito, sin tener en cuenta la ideología o el partido, la colaboración leal entre las administraciones públicas y también entre éstas y las empresas privadas, sin mediar un 3 por 100. Les preocupaban el empujón anímico, la autoestima y la alegría. El nacionalismo es victimismo y resentimiento. Frente al Amigos para siempre, la mediocridad nacionalista subvencionaría la enemistad eterna. Querían marcar diferencias con España a toda costa, partiendo la sociedad catalana si hiciera falta. La fraternidad olímpica era un obstáculo para la expansión del germen de la discordia. Y es que Jordi Pujol y sus secuaces estaban obsesionados con la identidad, exactamente, con su perversión y manipulación al servicio de un poder sin control ni límites.
Con el paso de los años el socialismo catalán se mimetizaría con su principal adversario, abandonando a su tradicional base electoral, a la clase trabajadora. Pasqual Maragall y el PSC, a pesar de haber estado en el núcleo promotor de las olimpiadas, se pasarían definitivamente al bando perricida una vez llegados a la Generalitat en 2003. Los Juegos Olímpicos fueron el epítome del éxito de la Transición española, pero hoy esta historia es reescrita y aquellos consensos son dinamitados por la convergencia entre el socialismo sanchista y los separatismos. Hoy, tanto uno como los otros, prefieren rememorar el franquismo, mientras olvidan el espíritu olímpico.
Con todo, la semana pasada el presidente de la Generalitat, Pere Aragonès, oficializaba el interés del Govern en que Cataluña acoja los Juegos Olímpicos de Invierno de 2040 con una carta al presidente del Comité Olímpico Español (COE). Pero el espíritu, lamentablemente, nada tiene que ver con el de hace tres décadas. La carta se manda rompiendo consensos y es tachada como «traición» por el gobierno socialista de Aragón. Al mismo tiempo, en TV3, aquellos que sugerían tirar piedras a las cabezas de los guardias civiles, ahora dicen preferir una esvástica antes que una bandera española.
El mismo Aragonès sigue negándose a acudir a la Conferencia de Presidentes autonómicos, aunque en esta se trate la gestión de los fondos europeos. Los indultados de Pedro Sánchez ya proclaman a los cuatro vientos que lo volverán hacer, pasando olímpicamente de la concordia. Y continúan los desplantes al Rey, cuando, sin duda y como apunta Canal, la Monarquía española ha hecho mucho más por la ciudad de Barcelona que el nacionalismo catalán. Malditos perricidas, se lo han cargado todo.
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