Daniel Capó | 21 de agosto de 2019
La revolución de la monarquía nos invita a pensar en las bondades del experimento del 78 en nuestro país y también en sus errores.
En The Royalist Revolution, un reciente ensayo sobre los orígenes intelectuales de la independencia americana, el profesor de Harvard Eric M. Nelson argumenta que la furia de los padres fundadores iba dirigida más bien contra los excesos de poder del Parlamento británico que contra el rey Jorge III. Aunque de entrada resulte chocante, la motivación última respondía a intereses nítidamente republicanos: llegar a un sano equilibrio de poderes.
Si para Edmund Burke el gran acierto de la Revolución Gloriosa de 1688 había sido lograr encauzar la autoridad de la Corona dentro del marco del parlamentarismo y para Madame de Staël el contrapeso entre los distintos poderes constituye la virtud republicana por antonomasia (tanto que la ilustrada francesa se refería paradójicamente a la monarquía constitucional como una forma de república), los padres fundadores se asomaron al abismo de esa patología democrática que era el excesivo poder acumulado por el Parlamento británico frente a la inacción del rey.
La Corona siempre ha sabido estar donde tenía que estar en cada uno de los trances por los que ha tenido que pasar nuestra joven democracia
De ahí que, según Eric M. Nelson, detrás de la fundación de los Estados Unidos subyaciera una particular melancolía: la de garantizar ciertas prerrogativas al poder ejecutivo con el fin de modular los excesos del legislativo. Por supuesto, dos siglos y medio después entendemos y no entendemos estas ideas. Las entendemos porque todo el constitucionalismo que surgió de las llamas del totalitarismo clama por la necesidad imperiosa de limitar el poder. Y no las entendemos porque nuestra sensibilidad percibe un mayor riesgo en el despliegue autoritario del Ejecutivo que en los excesos partidistas en las cámaras. Pero la clave –y quizás sea esta la gran lección– reside siempre en el equilibrio.
Un equilibrio que, lógicamente, no es la resultante de una única fuerza, sino que exige la delicada armonización del pluralismo propio de cualquier sociedad moderna. Con un ojo mira el sentir de las mayorías y con el otro sabe que debe respetar e integrar a las minorías. Con un brazo acoge a las diferentes identidades y las pone en relación, a la vez que con el otro modula y modera la brecha socioeconómica.
El equilibrio late con la inteligencia natural de una sístole progresista y una diástole conservadora, desconfiando de las alegrías efímeras del entusiasmo. Dicha estabilidad se alcanza, en definitiva, con una mirada abierta y confiada hacia un futuro que se alimenta a su vez del conocimiento valioso de nuestro pasado. De ahí que el anhelo inicial de una revolución monárquica apele también a una idea de permanencia, sin la cual ninguna sociedad –ni ninguna institución– puede sobrevivir. Y la experiencia española –por no citar la de tantos otros países– constata el valor específico de los símbolos a la hora de asegurar la unidad de la nación. Sobre todo, digamos, en los instantes decisivos.
Esa fue la experiencia –observa John Lukacs– que caracterizó la resistencia de las antiguas monarquías al ascenso de los totalitarismos. Y ese ha sido también nuestro ejemplo reciente: la Corona siempre ha sabido estar donde tenía que estar en cada uno de los trances por los que ha tenido que pasar nuestra joven democracia.
En cualquiera de esos momentos, la Corona ha ejercido un poder que poco tiene que ver con la fuerza estricta y mucho con la autoridad de un vínculo histórico ajeno al regateo corto de la política. Se trata de un frágil hilo de continuidad que liga el pasado con el futuro sin restarle nada al presente. Y si para el sabio Burke ninguna formulación de la política es preferible a la de una libertad ordenada, resulta difícil sostener que, sin instituciones claramente perfiladas para el largo plazo –ese pensar en siglos que caracteriza, por ejemplo, al papado–, una sociedad pueda prosperar apoyada sólo en la mecánica de sus impulsos inmediatos. No en vano, ya advirtió Tocqueville del peso de la cultura y de las costumbres en la solidificación de las democracias; lo cual indica precisamente que el campo de la política es más amplio que el de sus leyes, aunque por supuesto se deba sujetar a ellas.
Inmersos en el fragor del día a día, sujetos al registro demoscópico cotidiano y al navajeo propio de los bajos fondos del partidismo, hay algo saludable en el retrato virtuoso de una Corona que se sabe imperfecta pero también fiel a su rico legado, reuniendo bajo su amparo a una pluralidad que responde al discurrir de la Historia. La revolución de la monarquía, actualizando el título del soberbio ensayo de Eric M. Nelson, nos invita a pensar en las bondades del experimento del 78 en nuestro país. Y también en sus equivocaciones, que nunca han sido ajenas a la falta de contrapeso y de control entre los distintos poderes. Llamadas a perdurar, las familias saben que exigir la perfección tiene costes excesivos. De hecho, las democracias sólidas son las que aspiran con humildad a corregir sus errores y a fortalecer sus virtudes.
Daniel Capó ejerce desde el año 2000 de columnista para los periódicos del grupo Prensa Ibérica y mantiene una columna quincenal en The Objective. Como ensayista y crítico cultural publica habitualmente en medios como Letras Libres, ABC Cultural, Nueva Revista y Ahora Semanal, entre otros. Desde su fundación, en 2005, forma parte del consejo editorial de Libros del Asteroide.
Puedes seguirlo en @danicapoblog