Vidal Arranz | 21 de agosto de 2020
¿De dónde nace esta ceremonia de la confusión en torno al fascismo? Umberto Eco y su forma de afrontar la cuestión es la que impregna hoy el debate.
Resuenan todavía con intensidad en nuestro debate público los toques de corneta que convocan a la lucha contra el fascismo. Desde la irrupción del partido Vox en el parlamento andaluz, hace ya dos años, los fantasmas de la vieja izquierda miliciana se han reactivado, y sus adeptos ya ven gigantes donde apenas hay, no ya molinos de viento, sino meros tractores de labranza. En las últimas semanas, y con la vehemente cobertura mediática del movimiento Black Lives Matter como telón de fondo, la discusión social fue aún más allá y reelaboró el viejo simplismo maniqueo en torno al bien y el mal con la nueva forma política del combate entre fascistas y antifascistas. Pese a lo tramposo de la dicotomía, que obligaba a jugar con las cartas marcadas del otro, todos debíamos elegir bando, y quien se negaba era ubicado a la fuerza entre las fuerzas del mal, al viejo y expeditivo modo.
No dejaremos de advertir, siquiera sea de pasada, sobre los riesgos de esta forma de proceder. Y es que, si el manejo de lo moral por la moral o la religión es de por sí delicado, porque la moral es siempre un material altamente inflamable, cuando lo moral lo gestiona la política y se fusiona con ella el desastre está garantizado. Y esto es, justamente, lo que está ocurriendo en estos tiempos inciertos en los que tenemos la responsabilidad de vivir y dar ejemplo.
En todo caso, llama la atención una contradicción muy visible para cualquiera, salvo para los directamente aludidos, al parecer, y que podría resumirse así: los autoproclamados antifascistas usan métodos de activismo político que recuerdan más que sospechosamente (y muy preocupantemente) a las formas más conocidas de ese mal que supuestamente dicen querer combatir. Mientras que tales excesos apenas se perciben -más allá de la mera retórica verbal- entre los grupos a los que se ha endosado el estigma del fascismo. O su sucedáneo políticamente correcto, extrema derecha, que, en no pocas ocasiones, viene a sugerir casi lo mismo, solo que por lo fino y con más buena educación.
¿De dónde nace esta ceremonia de la confusión en torno al fascismo? Quizás nos ayude a aclararnos un breve opúsculo (en realidad, una conferencia) de Umberto Eco originalmente publicada en 1997 como El fascismo eterno y que aquí, en su reedición española de hace dos años por la editorial Lumen, adquirió el más beligerante título de Contra el fascismo. Las catorce claves de Umberto Eco para reconocer el fascismo: un manifiesto urgente, proclamaba el lema publicitario de la solapa.
El libro de Umberto Eco nos puede ayudar mucho a comprender la naturaleza de la confusión, y lo hace por dos caminos bien distintos: el de aquello que dice, y el de lo que no menciona. Empecemos por el primero. Eco, que pronunció la conferencia original en la Universidad de Columbia en 1995, dedica la mayor parte del texto a intentar explicar por qué ha sido la palabra «fascista» la que ha quedado establecida como el molde de todos los regímenes autoritarios antidemocráticos que deben ser rechazados por quien se considere demócrata. La conclusión a la que finalmente llega es que, así como los demás (el nazismo, el comunismo soviético…) tenían una identidad muy definida e inequívoca, el fascismo, por su propio «descoyuntamiento político e ideológico», permite su uso como «significante vacío» (si bien Eco no usa esta expresión) en el que incluir distintos modelos distintos y con cierto aire de familia. «Hubo un solo nazismo, y no podemos llamar nazismo al falangismo hipercatólico de la España de Franco, puesto que el nazismo es fundamentalmente pagano, politeísta y anticristiano, o no es nazismo. Al contrario, se puede jugar al fascismo de muchas maneras y el nombre del juego no cambia», explica nuestro autor. Fue Franklin Delano Roosevelt el que definió en 1944 la lucha que las tropas norteamericanas libraban en Europa contra Hitler como una lucha «contra el fascismo». Y Ernest Hemingway, en su célebre Por quién doblan las campanas, identifica a los falangistas como fascistas.
Curiosamente, sin embargo, Eco no contempla la posibilidad de incluir al comunismo entre los fascismos, pese a que no deja de admitir que nazismo y comunismo son las dos formas más perversas de totalitarismo, equivalentes en su abrasivo carácter antidemocrático. Pero, mientras el primero puede ser reducido al concepto más light de «fascismo», el segundo parece que no. Esa opción no se contempla.
Hay una cierta contradicción aquí, o una velada artimaña argumental que permite desplazar el marco político de lo antidemocrático hacia el campo semántico de la derecha. «Se puede jugar al fascismo de muchas formas», nos dice Umberto Eco, pero no desde la izquierda, al parecer. De este modo la sabia equiparación de los totalitarismos de uno u otro signo que se impuso en el discurso académico, y en buena parte del discurso político liberal y socialdemócrata, tras el fin de la II Guerra Mundial, se diluye en el cliché fascista, que carga los dados hacia una sola dirección.
El cliché fascista le advierte a la derecha de que, si se descuida o se deja llevar, puede caer en lo autoritario y antidemocrático. Pero la izquierda, al parecer, está libre de tal riesgo, pues no hay palabra que lo nombre. Y eso que las más veteranas y estrictas dictaduras del mundo actual (China, Corea, Cuba…) son todas ellas de inequívoca raíz comunista.
Apuntalan esta idea del sesgo hacia la derecha los 14 puntos con los que el pensador italiano quiere ayudar a identificar el fascismo. Pero, antes de referirnos a ellos, avancemos que lo más sorprendente de esa relación no es lo que aparece sino lo que falta, lo que no está. Siendo lo más censurable del fascismo su carácter antidemocrático y su sistemática violación de las reglas de juego que permiten la tolerancia, la convivencia y la libre expresión política de las personas, no hay ningún punto del manifiesto de Eco que identifique la violación de esos principios como un indicador de fascismo.
Y así, en su legendaria relación, no se proclaman verdades tan esenciales y evidentes como que impedir la libre expresión y opinión, boicotear conferencias, sabotear el ejercicio normal de los derechos políticos (haciendo inviables mítines, u ocultando papeletas de voto, como ocurrió en alguna mesa en las elecciones vascas), y acosar o intimidar a los rivales políticos -con o sin lanzamiento de adoquines o piedras- por poner sólo algunos ejemplos extraídos de la reciente actualidad española, son actitudes objetivamente asociables al fascismo. De hecho, la famosa sentencia de Karl Popper que a veces se utiliza para justificar estos comportamientos violentos («Hay que ser intolerante con los intolerantes») deja bien claro que lo que marca el límite de lo intolerable es, justamente, el uso de la violencia para imponer las propias convicciones. Parece, por tanto, que aquí debería situarse una frontera clara e inequívoca, muy por encima en importancia de otros posibles rasgos aledaños más interpretables, subjetivos o ligados a la apariencia.
Afirmar lo anterior sería realizar una caracterización positivista del concepto fascismo, apelando a rasgos concretos, neutros, objetivos, y censurables en cualquier caso y circunstancia. Rasgos, además, nada arbitrarios puesto que son perfectamente identificables y comunes a todas las formas autoritarias en sus pasadas expresiones históricas, y aún en las presentes, y que, por consiguiente, fijan un terreno de juego limpio para la discusión.
El término fascismo se adapta a todo porque es posible eliminar de un régimen fascista uno o más aspectos, y continuará siempre siendo reconocido como fascistaUmberto Eco, Contra el fascismo
En vez de optar por este camino, Eco opta en cambio por una descripción más retórica y de tipo cultural que conlleva varios problemas graves. El primero de ellos, su ambigüedad: muchos de los rasgos enunciados tienen versiones positivas o aceptables que pasan a convertirse en objeto de sospecha. Así, por ejemplo, el rechazo de la modernidad, el tradicionalismo, el nacionalismo entendido como patriotismo, la desconfianza ante los intelectuales, el espíritu aristocrático, el sincretismo religioso, el amor por los héroes, o la visión de la vida como lucha, pasan a ser, por obra y magia del pensador italiano, indicadores reveladores de presuntos fascistas eternos. No simplemente actitudes políticas con las que se pueda estar o no de acuerdo, sino rasgos sulfúricos que identifican a su poseedor como un peligroso demonio potencial.
Tras semejante clasificación late una profunda laxitud analítica, cuando no pura arbitrariedad. Y es que, para Eco, por ejemplo, todo lo relativo a la New Age -fenómeno que, conviene aclarar, no despierta en nosotros el más mínimo interés- huele a azufre, y piensa el filósofo italiano que, aunque es legítimo que a uno le interesen las enseñanzas de San Agustín o sienta curiosidad hacia fenómenos como el de Stonehenge, «el hecho mismo de juntar a san Agustín con Stonehenge es un síntoma de un fascismo», que es la otra expresión que utiliza para referirse a ese fascismo eterno, ese molde formal que va más allá de la realidad histórica.
A poco que se piense, lo que hace el célebre autor de El Nombre de la Rosa es, en realidad, criminalizar de un plumazo muchos marcos conceptuales afines o próximos al conservadurismo (o, simplemente, con el no progresismo) por la vía de identificar sus peores expresiones con lo dictatorial y autoritario, mientras que no hace nada ni remotamente parecido con el izquierdismo socialista, comunista o anarquista.
El manual de Umberto Eco es relevante porque su forma de afrontar la cuestión es, grosso modo, la que impregna hoy el debate. Podríamos decir que su visión es la que ha triunfado. Y así los violentos antifascistas norteamericanos, o los radicales de la CUP, o la kale borroka vasca, pueden, en justicia, indignarse con quienes les acusen de ser ellos los verdaderos fascistas. Y pueden hacerlo apelando a la autoridad de Umberto Eco. Su comportamiento apenas encaja, con dificultad, en algunos de los 14 indicios que según nuestro hombre permiten identificar la vecindad con el mal, mientras que sus víctimas suman muchos más puntos negativos.
Y es que cualquier análisis que no coloque en primer lugar, y como máxima prueba del algodón, el uso de la violencia para imponerse e imponer a los demás, está cojo. Pero sospecho que a la mente progresista le cuesta aceptar esto (que es la verdad de Popper) porque el mito revolucionario le obliga a dejar siempre abierta la posibilidad de un uso legítimo de la violencia. Incluso si ello se traduce en incendios de edificios, saqueos, vandalismo o la destrucción casi total de la infraestructura del metro de Santiago de Chile.
De hecho, sólo tres de las 14 claves de Eco pueden aplicarse, en cierto modo, a los fascistas antifascistas. La número 4, que proclama el rechazo de los fascistas al pensamiento crítico y que concluye: «para el Ur-Fascismo, el desacuerdo es traición». La número 5 que identifica como indicio de fascismo el miedo a la diversidad, pero que lo concreta en la diversidad racial, no así en la política. O, sobre todo, la 14, que se refiere al uso de la neolengua, sobre la que advirtió Orwell. Pero incluso aquí el filósofo italiano descafeína el concepto y no describe la neolengua como lo que es, el uso de palabras que niegan o mienten sobre la realidad que presuntamente enuncian (por ejemplo, que un fascista de manual se presente a sí mismo como antifascista) tan frecuente hoy, sino tan solo como el uso de un léxico pobre y una sintaxis elemental para limitar el pensamiento crítico.
Con todo, lo más grave del enfoque «cultural» que Eco da a la cuestión es que alienta algo muy parecido a una caza de brujas. En el tramo final de su conferencia anima expresamente a desenmascarar las «formas nuevas del fascismo» -a lo que nada tenemos que objetar, pues, a fin de cuentas, es lo que estamos haciendo en este artículo- y lo hace con estas palabras: «El Ur-Fascismo puede volver todavía con las apariencias más inocentes. Nuestro deber es desenmascararlo y apuntar con el índice a cada una de sus formas nuevas». El problema es que, anteriormente, nos había explicado que «detrás de un régimen y de su ideología hay una forma de pensar y de sentir, una serie de hábitos culturales, una nebulosa de instintos oscuros y de pulsiones insondables» que son, a juicio de Eco, los rasgos que nos aportan las claves para tal proceso de discernimiento, y que son, de hecho, las claves que él ha desarrollado en su opúsculo.
De modo que esa operación de desenmascaramiento pasa por someter a la criba de la «policía política» (ya sea ésta mental u organizada) formas de pensar y sentir, hábitos culturales, instintos y pulsiones. Lo que, dicho sea de paso, parece una forma bastante totalitaria, o fascista, de pensar y de actuar.
Con «Antifascismos 1936-1945» se lleva a cabo un repaso a la historia de este movimiento que deja a un lado tópicos y mitos. Tras la victoria en la Segunda Guerra Mundial, el comunismo trató de crear una nueva lucha ideológica olvidándose de las democracias liberales.
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