Luis Núñez Ladevéze | 22 de julio de 2019
Los signos de la corporalidad no valen como signos de la construcción personal. La frustración por el fracaso del comunismo se ha sustituido por no querer reconocer lo que se nace.
Los padres no pueden decidir por los derechos que corresponden a sus hijos.
Tirando de hemeroteca, mejor de Google, se encuentra uno con artículos rebeldes porque, en ocho siglos de historia universitaria, no ha habido rectoras en las universidades españolas. En mi universidad tenemos por vez primera una rectora. Las cosas discurren fáciles si los principios, pasados a la legislación, abren los cauces. Hace veinte años no había ninguna en España. Tampoco las hubo en la Segunda República. ¿Ese es el dato? Lo que importa como dato es el cambio producido en cuatro decenios. Realmente sorprendente cuando hasta el siglo XX no llega el voto de la mujer y hubo que esperar a la Constitución del 78 para eliminar la licencia marital.
Ya no se trata de la igualdad jurídica, tiene que ver más con la conversión de las ideologías de la sospecha en ideologías de la frustración
Licencia ridícula, por supuesto. No menos ridícula que juzgar los prejuicios del pasado a través de los juicios del presente. Perder el sentido del tiempo trastorna la perspectiva. La democracia que hoy aceptamos como norma de convivencia política tuvo vida efímera, exclusiva para ciudadanos, en la Grecia clásica. Sin embargo, el ejemplo griego es fuente doctrinal de la democracia. El Derecho Romano tiene valor como fuente del derecho actual, sea civil, sea penal.
No existe juicio sin prejuicio. De la historia aprendemos cómo se depuran y aplican los juicios subsanando viejos prejuicios para sustituirlos por otros nuevos. Donna Haraway, la autora de El manifiesto Cyborg, anticipaba hace medio siglo consideraciones sobre la capacidad de la inteligencia artificial para modificar la naturaleza humana y proponía que un híbrido cibernético podría resolver la marginación de la mujer. Bastaría con que dejemos de ser varones o féminas y dar bienvenida a los androides de la ciencia ficción de la época.
Hoy estamos más cerca de lo que su imaginación aventuraba. Pero el resultado no va a suponer una mejora de la igualdad o de la democracia, arguyó Jürgen Habermas en sus disputas con el liberalismo americano para prevenir sobre las manipulaciones genéticas. En Un mundo feliz y en Mono y esencia, la imaginación de Aldous Huxley anticipó dónde podía desembocar la capacidad de la técnica para dominar la naturaleza.
Simone de Beauvoir escribió que el principio de igualdad humana es tan abstracto que no tiene valor alguno. Lo decía, sospecho, porque sabía que, desde sus orígenes, el cristianismo proclamó la igualdad humana como principio universal. Pero ella había experimentado una educación católicamente rigurosa que había exacerbado su complejo de Edipo. Luchaba contra las enseñanzas que le habían transmitido sus progenitores. Su enemigo estaba dentro de sí.
Hemos superado el tiempo del feminismo. Ya no se trata de la igualdad jurídica entre hombre y mujer, ni de la igualdad jurídica entre blancos y negros, o entre los que salieron del armario y los que estaban fuera de él. Siguiendo El manifiesto ciborg, tiene que ver más con la conversión de las ideologías de la sospecha en ideologías de la frustración. Haraway se proclamaba socialista marxista en 1984, el mismo año que George Orwell usaba como título de su célebre novela. Un par de años de adelanto al desastre de Chernóbil.
El resentimiento sembrado por el fracaso del comunismo ha dado paso a las ideologías frustradas poscomunistas. Una feminista escribía en El País que Simone de Beauvoir rompe con el dualismo cartesiano para que la razón pensante no fuera un atributo del hombre. Según ella, el feminismo liga la inteligencia a la corporalidad femenina. Es una bobada que no se puede sostener sin perjudicar a la causa de la autora. Lo dice sin reconocer que El segundo sexo recibe la herencia unificadora del existencialismo, no de la revolución. Ignora que Ortega, bastante machista incluso para su época, ya había reaccionado contra el dualismo cartesiano mediante la razón vital, una razón tan orgánica como podía exigir Simone de Beauvoir para llegar a ser mujer sin nacer siéndolo.
El futuro está en el cíborg. “No se nace nada, se llega a ser algo” no es muy distinto a decir “no se nace árbol, se llega a serlo”. Lo decía Haraway en El manifiesto cyborg: no se nace androide, se llega a serlo. En Blade runner, da igual nacer hombre o mujer, animal o máquina. No hay que nacer para llegar a serlo.
Es la lógica LGTBI. Los padres no pueden decidir por los derechos que corresponden a sus hijos. Expuesto como un imaginario conflicto de derechos, la pretensión de obligar a los niños a elegir sonaría razonable si no se advirtiera que nadie está llamado a cuestionar un camino que no ha transitado. Se atribuyen la competencia para hacer dudar al niño sobre lo que es, o lo que no quiere ser, antes de que manifieste su duda.
En la lógica LGTBI, los padres se atribuyen la competencia para hacer dudar al niño sobre lo que es, o lo que no quiere ser, antes de que manifieste su duda
Los signos de la corporalidad no valen como signos de la construcción personal, pues, como el cíborg de Hataway, los épsilon de Huxley o el Yo robot de Isaac Asimov, tampoco “la mujer se nace, se construye”. Lo que se construye de verdad es la frustración por el fracaso de no llegar al comunismo, sustituido ahora por no querer reconocer lo que se nace. Decepcionados por el porvenir del marxismo queda, para consolarse, la deconstrucción de los humanos para la construcción del cíborg.
Habrá que plantear al niño cíborg si quiere ser zurdo o diestro, vegetariano o carnívoro, sodomita o casto, si prefiere ser rubio a no serlo, naturalista antivacuna o transfundido, seguir viviendo o suicidarse. Si se siente disconforme consigo mismo por tener vulva o pene, o prescindir del cabello natural para prenderse la peluca.
Hoy el feminismo ya no es lo que era, un impulso para la igualdad jurídica o social entre el hombre y la mujer. Es el resentimiento por lo que se es o se deja de ser para justificar que se siembre la duda a quien no la imagina, obligar a una elección antes de tener que elegir, anticiparse a crear un problema para aquietar una inquietud sin que haya inquietado.
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El Día del Orgullo siembra el mismo temor que los gays sufrían en el pasado. Sus promotores aborrecen la sociedad que los normaliza y consienten a las que los esclavizan.