Marcelo López Cambronero | 22 de julio de 2020
El futuro de España y de Europa pasa por separar el pensamiento conservador del liberalismo economicista tanto como de los populismos reaccionarios y autoritarios.
Miquel Roca me dijo una vez, y con razón, que la socialdemocracia fue la gran vencedora de las revueltas de Mayo del 68. Así fue. En las últimas décadas del siglo XX, la derecha aceptó desarrollar el sistema de protección y asistencia estatal porque así se lo reclamaba la mayoría de la población, que temía perder su reciente estatuto de clase media debido a las crisis del petróleo. Mientras, el SPD abrazó el revisionismo con el Programa de Bad Godesberg (1959) y el eurocomunismo liberó a los partidos del ala izquierda de su estúpida dependencia del Kremlin. La izquierda aceptó el capitalismo; la derecha, el estado del bienestar.
La llegada del siglo XXI transformó este panorama. Ya en 1995 se había creado la Organización Mundial del Comercio, y a su vera comenzaron a proliferar los tratados internacionales que reducían aranceles y liberalizaban el movimiento de los trabajadores, de los bienes, servicios y capitales. Mejoraron las comunicaciones, se abrieron las fronteras, apareció Internet, las empresas se deslocalizaron llevando su producción hacia el Sur y hacia Oriente, la economía especulativa tomó la delantera y el Estado empezó a sentir su incapacidad para asumir el control en una nueva época que le desbordaba por los cuatro costados: inmigración, crisis ecológica, Lehman Brothers, estallido de las burbujas de precios… Aunque todavía intentamos analizar el panorama político según los patrones heredados de la segunda mitad del siglo pasado, la realidad ha cambiado hasta volverse otra.
La tradicional división marxista entre los propietarios de los medios de producción y los proletarios, incluso ampliando la ecuación con la clase media, tiene hoy poco sentido. Ahora vemos emerger a una nueva generación de jóvenes bien preparados, con conocimientos tecnológicos y financieros y con las habilidades y el deseo de emprender. Buscan alcanzar el éxito mediante una educación que cada vez se diferencia más de la que ofrecen las estructuras estatales, estudiando en escuelas de negocio, haciendo largas estancias en el extranjero, aprendiendo idiomas, consiguiendo contactos y adquiriendo una cultura urbana, cosmopolita y polite. El periodista británico David Goodhart denomina a estos jóvenes como los anywhere, porque si algo los caracteriza es que pueden y están dispuestos a vivir en cualquier sitio y no se sienten ligados a un lugar, a una familia ni a un Estado. Los rostros que los representan son los de los triunfadores de la nueva economía, como Mark Zuckerberg, Jeff Bezos, Jack Ma o Elon Musk.
A kilómetros de distancia están los somewhere, que no vieron o no quisieron afrontar la ola que se les venía encima, porque mantenían su confianza en el Estado protector y se limitaron a seguir las vías de la educación tradicional. Son personas que no han aprendido idiomas, no desean vivir en el extranjero ni alejarse de sus orígenes. Añoran la vieja seguridad y querrían reconstruirla, como añoran y desearían reconstruir la antigua vida de su barrio, que fue barrida por la gentrificación. Ellos son los votantes de los nuevos partidos llamados «populistas» que, sean de izquierdas o de derechas, están marcados por su miedo a la globalización y a sus efectos, a veces devastadores. Algunos buscan el amparo del Estado y votan a la nueva izquierda, mientras que otros se parapetan en la defensa de los valores tradicionales y votan a la nueva derecha; pero todos apuestan por lo que Federico Finchelstein ha denominado «democracia autoritaria», en la que los ciudadanos cederían poder (es decir, derechos, libertades y capacidad de acción) a cambio de sentirse protegidos en estos tiempos convulsos.
Las dos posiciones, como se suele decir de los extremos, se parecen demasiado, aunque también mantienen grandes diferencias.
Los partidos de la izquierda populista europea son anticapitalistas y bolivarianos, enarbolan los viejos símbolos revolucionarios y aspiran a «asaltar el cielo» destruyendo el orden establecido.
Los populistas de derechas abrazan discursos reaccionarios y utilizan la defensa de la comunidad, de la religión y de ciertos valores a los que sobrecargan de ideología como un cascarón, manifestando no comprender el debate político y estar llenos de temor. Quieren detener el tiempo, y esto solo se puede conseguir con violencia. Siguen los postulados que exportan desde Estados Unidos Rod Dreher, con su activismo religioso, y Steve Bannon, como asesor político de todo el que lo quiera escuchar y pagar.
Sin embargo, vemos emerger un nuevo pensamiento conservador que se aleja de estos parámetros tanto como se aleja de la modernidad, es decir, que ya no comprende el tiempo como una línea continua en la que solo cabe acelerar o retrasar los procesos históricos, sino como una estructura compleja y fragmentaria que los hombres pueden comprender, reconstruir y orientar. De esta forma, se recupera el valor de la tradición sin utilizarla ni como escudo ni como refugio: comprendiéndola, a la manera de Alasdair MacIntyre, como una conversación abierta que transforma la realidad valorando la cultura, que es expresión de lo humano.
Se pide, por lo tanto, más política y menos ideología, más reflexión, análisis y diálogo, y se aboga por que el mercado quede confinado al ámbito económico y deje de campar a sus anchas gobernando prácticamente todos los espacios de la vida con su dictadura del economicismo.
En España tenemos a uno de los autores que bien podría ser referente intelectual de esta nueva mirada conservadora: Higinio Marín, al que encontraremos en las profundas simas de su Mundus (Nuevo Inicio, 2019) o en el observatorio agudo e inteligente de Civismo y ciudadanía (La Huerta Grande, 2019). En Francia, con un pathos filosófico que apunta con más énfasis hacia la política, podemos leer a François-Xavier Bellamy en Los desheredados (Encuentro, 2018) y especialmente en Permanecer (Encuentro, 2020). En Estados Unidos, la separación entre los conservadores y los integristas a veces es muy sutil, pero uno de los autores más interesantes desde nuestro punto de vista es Patrick Deneen, un reconocido experto en el pensamiento de Alexis de Tocqueville cuyo afecto por las comunidades nos recuerda a menudo a las bucólicas narraciones de Wendell Berry. De él solo se ha traducido su último libro, ¿Por qué ha fracasado el liberalismo? (Rialp, 2018).
El nuevo pensamiento conservador quiere desenredar a la democracia de las cadenas ideológicas que la atenazan, de los discursos vacíos y del odio creciente entre los distintos actores políticos. Democracia es, sobre todo, conversación, atender a la parte de realidad que cada perspectiva nos muestra, sabiendo (y aquí parafraseo a Václav Havel) que no hay un sistema que vaya a solucionar los problemas que nos acechan, sino que será la construcción de una vida mejor lo que dará lugar al mejor sistema posible. Solo se puede hacer política evitando caer en ese miedo a la realidad y al encuentro con los otros que atenaza a los nuevos y peligrosos populismos.
El fundamento de una democracia contemporánea está ligado a la justa distribución del poder social
Como ha visto, tal vez a su pesar, Miguel Ángel Quintana («Conservadores vs liberales, ¿un divorcio inminente?»), el futuro del pensamiento conservador pasa por desligarse de los liberales, aunque sin dejar de defender el protagonismo de la sociedad, a la que hay que dar la mayor apertura y libertad posible, evitando que el Estado asfixie la creatividad de las comunidades y asociaciones, así como afianzar nuestra dolorida democracia y el respeto a los derechos humanos.
A la vez, es preciso recuperar algunos de los elementos del pensamiento social del que el conservadurismo español se alejó con la victoria del aznarismo: valorar la economía productiva frente a la especulativa, atender a la protección de los más necesitados, conseguir una fiscalidad redistributiva, defender una educación y una sanidad estatal que, libre de dependencias ideológicas y de visiones monolíticas, llegue a todos los rincones con la mayor calidad que se pueda brindar. Como he comentado en otro lugar («Conflicto y poder en las democracias contemporáneas»), el fundamento de una democracia contemporánea está ligado a la justa distribución del poder social.
La socialdemocracia tiene que recuperar su identidad, que hoy se basa casi exclusivamente en una sucesión inagotable de moralismos que, además de ser tantas veces discutibles, se quieren imponer desde el poder con estilos autoritarios —lo que lo acerca demasiado a quien debería ser su principal contrincante, el agresivo radicalismo de izquierdas-. Una vez que esto se haya conseguido, quizás con una nueva generación de líderes que amen más la política y menos a sí mismos, el futuro de España y de Europa pasa por separar el pensamiento conservador del liberalismo economicista tanto como de los populismos reaccionarios y autoritarios. Los grandes actores políticos del futuro tendrán que volver a ser los conservadores, con los liberales como un contrapeso importante pero menor, y los socialdemócratas. Puede que parezca una vieja fórmula, pero es la que ha construido la democracia, las libertades y el estado del bienestar.
Con motivo de la presentación en España de «La opción benedictina», eldebatedehoy.es entrevista al periodista norteamericano Rod Dreher. Su obra, publicada en español por Ediciones Encuentro, es considerada por The New York Times como “el libro religioso más discutido e importante de la última década”.
Cuando la juventud aspira a perpetuarse como estado de conciencia, lo hace mediante la cancelación de toda forma de incondicionalidad en los vínculos del sujeto.