Aquilino Duque | 22 de noviembre de 2020
Juan Carlos I sancionó la Constitución del 78. Su hijo y heredero se limitó a jurarla para ser rey y verse ahora con la grave responsabilidad de ser la única esperanza de la nación en la que ninguna de las demás instituciones inspira la menor confianza.
César Alonso de los Ríos, gracias al cual pudimos algunos conmemorar en España el centenario de la muerte de Menéndez Pelayo, resumía en pocas palabras la gran proeza de sus excamaradas desde los días del «café para todos», cuando dijo: «La izquierda no derribó a Franco, pero sí destruyó la idea de nación».
La labor de zapa venía de muy atrás y en ella estaban los que salían de la universidad para engrosar lo que Ortega llamara «el Estado Mayor de la envidia». El pobre José Martí decía, con referencia al gran país en el que vivió como prófugo político, que conocía muy bien la índole de la bestia por haber vivido en sus entrañas. César, el César que yo traté y con el que colaboré en sus últimos empeños, podía decir lo mismo de la Bestia que Pemán opuso al Ángel en su lírico tributo al Alzamiento Nacional. Cuando se cumplió la segunda parte de la profecía de Ganivet y esa Bestia pudo por fin levantar cabeza, fueron muchos los supervivientes de los lobos que se apresuraron a someterse a los puercos de la granja de Orwell vaticinada por Ganivet. Ya se sabe que en esa granja una de las consignas era «cuatro patas valen más que dos».
Hay que reconocer que, cuando la igualdad prevalece sobre la libertad, es decir, cuando la voluntad de la mayoría se impone a la de la minoría, es decir, la de los cuadrúpedos sobre la de los bípedos, lo mejor que estos pueden hacer es ponerse a cuatro patas, pues ya sabe cualquiera que haya leído a Cernuda que «el español terrible/ acecha lo cimero/ con su piedra en la mano». Esto lo escribió Cernuda a propósito de la muerte de Lorca, una muerte que no fue única ni mucho menos en aquella España de «odio y destrucción» que tanto empeño ponen en reivindicar los deseosos de volver a las andadas.
Los años en que España se recuperaba de las dolencias que la afligieron a lo largo de siglo y medio los pasé fuera de sus fronteras y no puede decirse que contribuyera a su recuperación; más bien me mantuve a distancia y en la postura de crítica y rebeldía propia de una fogosa y apasionada juventud. Sin embargo, como entraba y salía con cierta frecuencia, podía comprobar los cambios para mejor que advertía a cada visita, a la vez que me sorprendía de que algunos de mis coetáneos siguieran empecinados en las rebeldías y las críticas que yo creía haber dejado atrás. Tanto es así que, en el intento de captar la benevolencia de un airado crítico del «interior», llegué incluso a reconocer que los españoles que vivíamos fuera acaso tuviéramos, por ese mismo hecho, «algo exacerbada la anacrónica pasión del patriotismo». También me tomé la molestia de comprobar sobre el terreno la realidad del «paraíso» que mis sesudos coetáneos oponían a la de nuestro «infierno» imaginario, de suerte que dejé de ser tan sesudo como ellos.
Suiza y España nunca fueron para mí magnitudes comparables. Italia en cambio sí que lo era, y mucho, tanto que siempre me sentí en ella como pez en el agua. Lo malo era que, en la Italia que yo viví, la «modernidad» de la trasguerra se deslizaba ya hacia su ocaso por el plano inclinado de la «tangentópoli» ingobernable, mientras que, en la España que visitaba con frecuencia, la «modernidad» iba con paso seguro, deslumbrada por una «aurora roja» esteparia tras la que no había más trascendencia que la que el heterodoxo Miguel de Molinos, según sus exégetas, entreveía o anhelaba, que era la de «la nada, el vacío y la destrucción».
La nación ha llegado a ser un concepto «discutido y discutible» y su desguace es por tanto indiscutible
Eso, tan claro y apetecible para las masas encefálicas, no lo era tanto para los españoles de entonces, y muy en especial para los emigrantes de los años 60 que soñaban con volver y mandaban sus ahorros a donde estuvieran más seguros, que era en la España que, como yo, veían mejorar de un viaje a otro. Entre tanto, en esa España en que la justicia social era un hecho, y no un mero señuelo para seducir a las masas, las encefálicas se adelantaban a lo que con el tiempo se llamaría «educación para la ciudadanía» e invertían todos los valores en los que las generaciones anteriores, de grado o por fuerza, nos habíamos formado.
Pero lo más curioso es que, al producirse el cambio de régimen, fueran los máximos beneficiarios del régimen anterior los más contaminados con los valores invertidos del nuevo. Dice Nicolás Gómez Dávila que «ser cristianos a la moda actual consiste menos en arrepentirnos de nuestros pecados que en arrepentirnos del Cristianismo». Eso es algo de lo que les pasaría a los ex «portadores de valores eternos» convertidos en «sujetos de derechos humanos».
En los tiempos que nos toca vivir, en que el combativo «espíritu de la ruptura» se impone al timorato «espíritu de la reforma», la nación ha llegado a ser un concepto «discutido y discutible» y su desguace es, por tanto, indiscutible. El hecho de que la Transición se hiciera «sin traumas» se debió a la Institución que había quedado «atada y bien atada», precisamente para evitar incertidumbres como las presentes, en que bajo la raída piel de oveja de la «reconciliación nacional» se exhiben sin pudor y sin recato las uñas y los colmillos de la «memoria democrática». Que esa Institución de que hablo no salió de las urnas, sino de la Historia, ya se preocupó de señalarlo en su día su máximo beneficiario, el mismo que, por ser ya rey, sancionó la Constitución del 78. Su hijo y heredero se limitó a jurarla para ser rey y verse ahora con la grave responsabilidad de ser la única esperanza de la nación en la que ninguna de las demás instituciones inspira la menor confianza.
Dicho esto, hay que decir que es inadmisible que los que se oponen a la implacable ofensiva de los «memodemócratas» lo hagan poniéndose a la defensiva y llegando, en todo caso, a calificar de calumnias o insultos las verdades que aquellos les afean, en lugar de agradecerlas como elogios. A la monarquía constitucional de 1876 se la suele o solía denominar la Monarquía de Sagunto. Por poca «memoria histórica» que tenga la actual derecha vergonzante, sabe muy bien, por más que se resista a reconocerlo y proclamarlo, que la monarquía refrendada por la inmensa mayoría de la nación en 1976 era la Monarquía del 18 de Julio, y es a esa monarquía, nos guste o no, a la que debe la nación la presente democracia.
Felipe de Borbón cumple cinco años en el trono. Su sentido de la democracia y del deber lo hace merecedor de la confianza sin dudas.
Maniobras populistas y nostalgias republicanas se propusieron borrar su proeza en la fundación de la actual democracia en España.