Armando Pego | 23 de febrero de 2020
Un repaso a los postulados del filósofo Allan Bloom y a su descripción de las tensiones entre cuestiones como la polis y la familia, la ley y la costumbre o el pensamiento y la escritura.
El filósofo norteamericano Allan Bloom dejó preparado antes de morir su libro póstumo Amor y amistad (1993). Suele describirse su contenido como un recorrido histórico sobre el tema del amor en la modernidad. Desde su tratamiento romántico en los grandes novelistas del siglo XIX, bajo la mirada tutelar de Rousseau, a la concepción naturalista de Shakespeare, Bloom seguía de manera ascendente un itinerario que culminaba en la parte final, titulada “La escalera del amor”. Allí resplandecía, como su particular testamento platónico, un singular análisis político y estético de El Banquete.
Bloom moría a principios de los hedónicos 90. El Muro había caído. La Tormenta del Desierto se diluía en las expectativas económicas de la etapa clintoniana. Los estudios multiculturales ponían las bases de su penetración sistemática en las universidades americanas y europeas. Aun recibida con muecas escépticas, la proclama casi pop del fin de la historia aligeraba los espíritus. Internet arrancó su extensión imparable.
A un lector de Alexander Kojève como Bloom, todas estas apariencias no podían acabar de engañarlo. En The Close of the American Mind (1987) no se había limitado a entonar la elegía de la cultura liberal, basada en los grandes libros y en la lección revitalizadora de la tradición que un conservador se empeña en cultivar a contracorriente. Discípulo de Leo Strauss, Bloom aún debía dar una vuelta de tuerca crítica a las parejas dialécticas que han organizado el discurso de Occidente. Treinta años después, su último libro mantiene una renovada vigencia.
En Amor y amistad, su autor fue capaz de tejer con agilidad una tupida trama conceptual. Mediante la distinción entre Eros y Philía, abordaba cuestiones nucleares derivadas de sus contradicciones y de sus intersecciones históricas. En ellas advertía las tensiones que han caracterizado las relaciones entre la polis y la familia, entre la ley y la costumbre, entre la filosofía y la poesía, entre el pensamiento y la escritura, entre lo trágico y lo cómico, entre la República y la Biblia; en definitiva, entre Atenas y Jerusalén. Durante el periodo moderno, sus persistentes conflictos se habían ido resolviendo mediante productivas paradojas. Últimamente, se han encaminado al límite de las aporías.
Permítame el lector advertir un insólito paralelismo entre la introducción a la obra que venimos comentando y un ensayo de Augusto del Noce. Para Bloom, la deserotización del mundo había ido de la mano de su desencantamiento. Encontraba su epítome en el Informe Kinsey. En “El erotismo a la conquista de la sociedad”, recogido en Rivoluzione, Risorgimento, Tradizione (1993), Noce sostenía que el marxismo había comprendido que la eficacia política de la revolución solo podía completarse trastocando el orden moral. Descubría su planificación en los análisis del psicoanalista Wilheim Reich. Por su propia naturaleza, entre revolución y tradición existiría un hiato irrevocable.
Nuestro modo moderno de describir las relaciones humanas como relaciones entre yo y el otro parecen haber creado un abismo infranqueable entre ambosAllan Bloom
Bloom y Noce fijaron un diagnóstico que, pese a su fondo común conservador, presentaba notables divergencias de matiz. Para Bloom, “nuestro modo moderno de describir las relaciones humanas como relaciones entre yo y el otro parecen haber creado un abismo infranqueable entre ambos”. Según Noce, “la abolición de todo orden metaempírico de verdades lleva consigo la disolución de la familia”, pues existe una secuencia coherente entre familia, tradición y orden objetivo de valores y fines. En una cita se puede sentir el fulgor del diálogo helénico. En la segunda, el de los salmos. Bloom renovaba sus convicciones platónicas. Noce, su fe bíblica.
Bloom admitía que parecía más natural el erotismo de la familia que el de las ciudades. Sin embargo, como seguidor de la filosofía política clásica, admiraba en la sed de conocimiento del hombre el impulso constante de ir más allá de su naturaleza. Basadas en el orden ciudadano, la libertad política y la intelectual garantizarían realmente la pasión erótica del autodescubrimiento. Aun conteniendo la respiración, estaría dispuesto a asumir su riesgo: “La invención de la política es una liberación respecto del orden familiar, aunque puede derivar en una sujeción total al orden político”. Como anticipos de la relación entre Sócrates y Alcibíades, Bloom se había asomado a este abismo analizando las parejas entrecruzadas de los shakesperianos Hal y Falstaff y de los ¿roussonianos? Michel Montaigne y Étienne De la Boètie.
Efectivamente, al desenvolvimiento erótico lo acecha siempre el principio de realidad, como al dáimon de la felicidad (eudaimonía) le ronda la pulsión económica y social de la muerte, bajo la forma de una necrofilia disfrazada de eutanasia. Sócrates supo que el hombre, siendo un ser incompleto, debe aprender a vivir -y morir- a la luz de este conocimiento.
El filósofo conservador teme la tiranía y la anarquía. El pensador bíblico lamenta la idolatría. El Estado parece haber encontrado entretanto el modo de regular, hasta la asfixia paródica, el amor de ambos a la libertad y a la amistad. Ante una nueva condena de Sócrates, ¿no quedará también por rehacer la experiencia del Exilio?
Según Kierkegaard, no existiría herejía más espantosa que un cristianismo oficial que convierte a la Iglesia de Cristo en un aparato de funcionarios estatales.
Uno de los actuales lugares comunes más absurdos y divertidos es el que cataloga a las sucesivas hornadas de milenials y Z+n como “nativos digitales”.