Juan Milián Querol | 23 de septiembre de 2020
Para esta nueva izquierda, solo puedes representar a un colectivo si apoyas electoralmente al partido «correcto». El monstruo que alimentan las políticas de identidad acabará devorando a sus creadores.
Destruir sin saber qué viene después es una mala idea. Pésima. Una de las peores. En los últimos años, las más opulentas sociedades occidentales vienen sufriendo un proceso de autodestrucción fomentado por corrientes políticas que alimentan el resentimiento como método para alcanzar el poder. Son oportunistas que vampirizan el legítimo sentimiento de injusticia de algunas reivindicaciones de larga tradición, como el feminismo o el antirracismo, para exigir objetivos más sectoriales, y en continua transformación, con una retórica agresiva contra todos aquellos que no siguen sus desenfrenados pasos. Paradójicamente, en el momento y en los lugares en los que esas luchas habían logrado prácticamente todos sus objetivos, todo se acelera y descarrila. Los antifascistas empiezan a actuar como fascistas. Supuestos antirracistas discriminan según el color de la piel. Y los golpes en el pecho de la última ola feminista silencian la voz razonable de las anteriores. Como señala Douglas Murray en La masa enfurecida, «hoy en día, la vida pública está llena de gente ansiosa por echarse a las barricadas cuando la revolución ya ha terminado». El problema es que «toda exhibición de virtud requiere exagerar los problemas, lo que a su vez hace que los problemas crezcan todavía más».
La masa enfurecida
Douglas Murray
Península
368 págs.
20,90€
Fomentar las diferencias y enfrentar a colectivos es una mala idea en nuestras sociedades plurales. Todos acabaremos desquiciados, desconfiando los unos de los otros y olvidando aquello que es realmente importante. Estas malas ideas surgieron en algunas facultades dominadas por la izquierda gramsciana. Parecían ridículas y no pocas veces ininteligibles, pero se transmitieron a futuros periodistas y políticos. Y, poco a poco, lo más disparatado empezó a esparcirse por la sociedad, hasta que las redes sociales precipitaron la locura. Hoy no es fácil pararse a pensar hacia dónde nos lleva esta retórica de la confrontación. De hecho, es difícil manifestar dudas sin verse arrollado por los guardianes de una extraña pureza que no deja de cambiar.
Así, Murray ha escrito un libro, tan incómodo como necesario, que destapa tantas mentiras sobre las que se sustenta el discurso público actual que uno acaba preocupado por el futuro del autor. Este denuncia que las políticas de identidad han sembrado nuestras sociedades de campos de minas. Nos han instalado en una guerra civil fría. No son pocos los profesores, los periodistas o los políticos que han visto sus carreras volar por los aires al pisar una mina en forma de frase fuera de contexto o, simplemente, por afirmar un hecho científico, ya que a esta nueva izquierda no le importa la verdad, sino imponer sus dogmas y silenciar al discrepante. De este modo, el editor de The Spectator despeja un camino por el que muchos otros deberíamos circular, si queremos recuperar unas sociedades en las que la convivencia y la libertad no se vean amenazadas por la locura identitaria.
El libro se centra en las políticas de identidad de los Estados Unidos y el Reino Unido, pero debemos tomarlo en serio en España, ya que en nuestro país la izquierda, incluso la más antiamericana, suele importar las peores ideas del mundo anglosajón. Además, no faltan ejemplos para ver que vamos de cabeza hacia esa distopía. Aquí también se usa a todo tipo de minorías, sin importar que sus reivindicaciones puedan ser contradictorias o incluso injustas, con tal de alcanzar el poder. Y es que la clave es el poder. Por esta razón, no les importa tanto qué se dice o qué se hace como quién lo dice o quién lo hace. Imagínese que un político de la izquierda española (hombre) escribiera que le gustaría azotar a una periodista (mujer) hasta hacerla sangrar. ¿Qué sucedería? Nada. Lo sabemos. Sin embargo, en el caso contrario el escándalo sería mayúsculo.
De hecho, para esta izquierda solo puedes representar a un colectivo si apoyas electoralmente al partido «correcto». Como ha sucedido en Estados Unidos, si un cantante negro o un empresario gay apoyan a Donald Trump dejan de ser considerados negros o gais. Muy claro lo dejó el candidato demócrata Joe Biden: «Si dudas entre Trump y yo, entonces no eres negro». Algo parecido sufrimos en España con el secuestro del feminismo por parte del socialismo.
Como apuntaba al inicio, una de las principales características de los defensores de la política de identidad es el uso de la hipérbole hasta el más ridículo catastrofismo. Exageran la amenaza para que los incautos les entreguen el poder sin rechistar. «El machismo mata más que el coronavirus», nos decían en la televisión pública española. Y «Espanya ens mata» es el sustituto del «Espanya ens roba» en el separatismo catalán durante la pandemia. Tanto esa izquierda surgida de los campus universitarios como ese nacionalismo hijo de una burguesía desnortada encuentran un punto en común en la exageración de la amenaza. Solo así se entiende la doble vara de medir con la que la izquierda española juzga las gestiones de Joaquim Torra e Isabel Díaz Ayuso. Solo así se entiende que Pedro Sánchez aparezca más compungido por el suicidio de un terrorista de ETA que por la muerte de decenas de miles de españoles.
Conseguirán y mantendrán el poder durante un tiempo, pero el monstruo que alimentan las políticas de identidad acabará devorando a sus creadores. Es la vieja historia de las revoluciones. Ahora los separatistas andan preocupados, porque sus antiguas fatuas contra los traidores se les están volviendo en contra. Siempre habrá alguien más radical, más fanático o dispuesto a gritar más fuerte para alcanzar notoriedad o poltrona. La cuestión es que en ese proceso de autodestrucción no se lleven a toda la sociedad por delante. Por ello, ante la deriva de las políticas de identidad hay que poner pie en pared. Aquí las batallas entre PSOE y Podemos por ver quién se mostraba más radicalmente feminista ya llevaron al Gobierno a infravalorar el peligro pandémico y a infligir un daño en la sociedad española del que tardaremos años en recuperarnos.
No es fácil hacer frente al tsunami identitario. Se requieren paciencia, tenacidad e inteligencia. No debe ser ignorado, tampoco imitado. Murray nos regala una buena pregunta para plantear a aquellos que nos vender el cuento de la opresión: ¿en comparación con qué? Esta interrogación ayuda a desmantelar algunas farsas, por lo que no suelen responder ¿es España un país realmente machista? Quizá han conseguido imponer esa percepción, pero si comparamos datos objetivos difícilmente se encontrarán países donde haya menos desigualdad y más seguridad para una mujer. ¿Es España el Estado centralizado y autoritario que nos venden los nacionalistas catalanes? Muchos así lo creen en los barrios más ricos de Cataluña, pero España no solo es una de las pocas democracias plenas del mundo, es también uno de los Estados más descentralizados.
Es evidente que todo es perfectible, pero caer en el catastrofismo y la paranoia solo conduce a empeorar la situación. De hecho, España sí sale muy mal parada en los rankings que muestran la gestión de la pandemia (muertos por millón de habitantes, sanitarios contagiados, caída del PIB, aumento del desempleo). En comparación con el resto de los países de Europa, el Gobierno de Sánchez está siendo el peor. Si logran tapar esa realidad con más políticas de identidad y con más Franco, nada mejorará en nuestra sociedad ante la tercera ola de la pandemia. Estaremos más divididos y seremos más débiles. No exigir algo de verdad sería también muy mala idea.
En la batalla ideológica de la izquierda, el 8-M era intocable, sagrado. El coronavirus no les iba a chafar su fiesta gramsciana. Ahora, su irresponsable maquiavelismo nos lleva al aislamiento.
George Floyd no solo murió por ser negro. Murió porque los policías, nada más ver su color, su ropa y su comportamiento, lo imaginaron como el tipo de persona que carece de poder.