Aquilino Duque | 24 de mayo de 2020
El socialista Alfonso Guerra asumió el papel de «malo», junto al «bueno» de Felipe González. Ahora se muestra alarmado ante un Gobierno como el actual.
En los tiempos en que los españoles mitigábamos con chistes los peligros y las amenazas de la conflagración mundial, se contaba que, al finalizar nuestra guerra, el Caudillo recibió a un soldado que se había distinguido por su heroísmo y le preguntó cómo podría recompensarlo. El héroe contestó sin vacilar: «Pues el pañuelo de Su Excelencia». «¿El pañuelo?» –dijo el otro extrañado–. Y el soldadito replicó: «Porque es lo único en lo que su cuñado le deja meter las narices».
Nada de particular tendría que ese chiste contribuyera, con otras poderosas razones de Estado, a la caída en desgracia del Cuñadísimo, con cuya amistad me honré cuando él ya se hallaba, como decía citando a Jorge Manrique, en su «arrabal de senectud».
La musa popular, por llamarla de algún modo, suele, en los tiempos difíciles, repartir entre sus gobernantes los papeles del malo y el bueno. En tiempos menos remotos, tenemos la irrupción triunfal de los entonces denominados «socialistas renovados» en nuestra vida pública, cuando el papel del bueno le correspondió a Felipe González y el del malo, a Alfonso Guerra.
Alfonso Guerra dio el tono de lo que iba a ser el nuevo régimen cuando, en un enfrentamiento dialéctico en las primeras Cortes de la democracia, llamó «fascista» al «camisa desteñida» Rodolfo Martín Villa y este se intentó disculpar alegando que él lo que había sido toda su vida era un “demócrata reprimido”, etiqueta que no dejarían de hacer suya la mayoría de los antiguos procuradores en Cortes, desde Adolfo Suárez hasta Gabriel Cisneros.
Alfonso Guerra pronto destacaría por su agresividad y su ingenio entre los oradores del flamante Parlamento, hasta el punto de merecer de Antonio Burgos el remoquete de «látigo de las Cortes», que lo mismo llamaba «tahúr del Misisipi» a Suárez, que caricaturizaba a Soledad Becerril o definía a Santiago Carrillo como un «pequeño saco de maldades». Este «saco de maldades», envuelto en la piel de oveja de la «reconciliación nacional», tenía en cambio una oratoria, no de orador sagrado, que sería gran blasfemia, sino de portavoz de la Conferencia Episcopal, y dijo aquello tan sensato y tan prudente de que no se trataba de «darle la vuelta a la tortilla, sino de que todos participaran en ella».
Quién sabe si, en la hipótesis de que los «azules desteñidos» hubieran estado a la altura de las circunstancias, la participación en la tortilla habría estado más equilibrada. No lo estaría mucho cuando uno de los grandes beneficiarios del nuevo estado de cosas, el «honorable» Tarradellas, pidió aquel «golpe de timón» que desembocó en el mal llamado «golpe de Tejero», cuya finalidad era un Gobierno de concentración, presidido por el entonces jefe de la casa militar de S. M., con Felipe González de vicepresidente.
De nada sirvió que el impulsivo Tejero frustrara esta combinación, porque el pueblo soberano que, como sabe todo buen demócrata, nunca se equivoca, no tardaría en llevar al banco azul a los «socialistas renovados», con mis ilustres paisanos a la cabeza, en la Presidencia y la Vicepresidencia, respectivamente, del Consejo de Ministros. Al vicepresidente le faltó tiempo para anunciar en tono de amenaza el firme propósito de dejar a España que «no la iba a conocer ni la madre que la parió» y, en efecto, la que pasaba por ser, en la retórica del «régimen anterior», por «la reserva espiritual de Occidente», no tardaría en asombrar al «universo mundo» con las películas de Almodóvar.
Alfonso Guerra pronto destacaría por su agresividad y su ingenio entre los oradores del flamante Parlamento
En alguna ocasión he mencionado un encuentro en Roma entre María Zambrano y Dionisio Ridruejo, en el que aquella le dijo a este que, para que las heridas de España se cerraran, todos los españoles tenían que pedir perdón de rodillas. Eso es justamente lo que hicieron los «azules» que trajeron la llamada Transición, sin que los «rojos» que se beneficiaron de ella hicieran otro tanto.
También he dicho que, de todos los presidentes del Consejo que hemos tenido hasta la fecha, ha sido González el que optó por la social-democracia frente al socialismo con mayúscula, como se decía por entonces, y que, con ocasión de un 18 de julio, habló con respeto de los caídos de ambos bandos; el único que dio la talla, aunque solo fuera por eso, de estadista, cosa que no puedo decir del Aznar que consintió la condena institucional del Alzamiento Nacional, sin exigir a cambio la condena de la revolución de Asturias que lo precedió.
Siento recordar también que el vocero de la condena antedicha fuera el amigo Guerra, como lo fue de la fementida ley de la memoria histórica y del entierro de Montesquieu, cosa ocurrida bajo su Vicepresidencia. Su presencia en ella era casi tan alarmante y preocupante como la del Cuñadísimo lo fue en la cadena de mando del Estado Nacional, y no solo para los «nostálgicos» de dicho Estado, sino para muchos votantes socialistas de buena fe e ilusionados con la joven democracia. El caso es que la mayoría de los españoles respiró con el mismo alivio con el cese del vicepresidente, como en su día respiramos con el cese del Cuñadísimo.
Recuerdo unos versos de Tomás Borrás en los que una flamenca le dice a un antiguo amigo: Amante, estás de buen ver/ aunque te brillen las canas,/ porque los hombres y el vino,/ en reposándose, ganan. Antes cité al Tarradellas del «golpe de timón» ante las fechorías de su delfín, proclamado por ABC «español del año», y ahora no tengo más remedio que poner a su lado el nombre de mi paisano, tan alarmado y preocupado como todo español de bien, ante un Gobierno como el actual, cuyo vicepresidente es tan inquietante como en su día lo fueron el artífice del «Estado campamental» de Burgos o, salvando las distancias, él mismo cuando se tenía que reprimir su patriotismo, como Martín Villa, Gabriel Cisneros o Adolfo Suárez se habían reprimido su democratismo intrauterino.
Tras el franquismo, España inició el periodo más próspero de su historia reciente, que trajo consigo la Constitución del 78.
Un político de altura que entendió el momento crítico que la Transición supuso para España y llevó a la izquierda de nuevo al poder tras más de 45 años.