Luis Núñez Ladevéze | 25 de marzo de 2020
La tarea principal del Gobierno desde el 8M no ha sido gestionar el coronavirus, ni apelar a la unidad, sino conseguir una imagen edulcorada de Pedro Sánchez.
No basta con declarar amor para detener los tiempos del cólera. Este es un Gobierno desbordado, cuyo jefe de filas lo fía a las palabras. Pero el cólera del coronavirus avanza inmune a las declaraciones amorosas. Sus comparecencias en los medios públicos no solo son copiadas, como todo el mundo sabe, sino que, por saberse que son remedos, suenan falsas. Que sean copiadas las hace tan sospechosas como la tesis doctoral o el manual de resistencia. Cada día que pasa aumenta la frustración entre ciudadanos que luchan contra la infección y elevan su moral para no desmoronarse. El testimonio hace más patente a sus ojos que quienes contribuyeron frívolamente a acelerar la pandemia no pueden ser los gestores indicados para atajar la crisis que se ha desencadenado por su irresponsabilidad.
A pesar de la evidencia, el Gobierno no se decide a aterrizar en las pistas de la realidad. Probablemente, la indecisión se debe a que no saben ni cómo ni dónde poner las ruedas. Desdeñaron en su día las señales de urgencia que les llegaban de todos los indicadores, no solo desde China, sino de Italia -lo cual pudo permitirnos escarmentar en cabeza ajena-, las recomendaciones de la OMS, las de los especialistas y la del sentido común. Si la excusa fuera que no lo supieron ver a tiempo, la interpretación más dulce de las posibles dejaría más manifiesta su incompetencia. Se desatendieron en el Parlamento las razones de una oposición que tendió incondicionalmente el guante blanco. Lo que tenemos ahora es la curva de progresión -aunque desfigurada, porque no se han establecido controles poblacionales, sino controles selectivos– más elevada del mundo.
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Esto ocurre porque sectarismo y fanatismo se unen como principio gestor para contraponer una verdad oficial a la que sacude a la España real. Este Gobierno nació de la estratagema, de la contradicción entre lo prometido y lo que hace, lo sostiene el cambalache entre partidismos contradictorios que tratan de mantener un equilibrio inestable, donde el tira y afloja de las concesiones se consuma de espaldas a los ciudadanos y ahora también del Parlamento.
Ocurre mientras el coronavirus avanza incontenible. Nadie ignora hoy, porque lo dijo la vicepresidenta, que el machismo mata más que el coronavirus, pero quien lo dijo era inmune al machismo, no al coronavirus. Ahí la tenemos, víctima de sí misma. Las sucesivas comparecencias de Sánchez no se han dirigido a informar a los ciudadanos, sino a entretener a la ciudadanía aparentando que la informaban. Las medidas son aparentes; las que no son aparentes, no hay modo de saber cómo cumplirlas; las que pudieran cumplirse, están falseadas: no son novedades, sino créditos debidos impagados.
Como esencia de lucha contra la epidemia, promueve contra viento y marea la imagen irremediablemente maltrecha. Lo está desde que un fatídico ocho de marzo, marcado ya a fuego como fecha fúnebre, la pandemia se extendió como un reguero de pólvora por las calles madrileñas, pobladas de manifestantes antimachistas y aficionados futbolísticos. La tarea principal del Gobierno desde entonces no ha sido gestionar el coronavirus, sino gestionar la campaña para hacer de la imagen del presidente el edulcorante que salvaguarde una respetabilidad que él mismo puso en entredicho al formar su Gobierno.
La imagen es lo único que les preocupa. No es extraño, es lo probado que saben hacer sus innumerables asesores. A ello se dedican Iván Redondo, la administradora única de RTVE y el encargado del CIS. Sánchez ha conseguido resistir electoralmente, a la baja, y formar un Gobierno, haciendo lo contrario a lo que había prometido que no haría. Un Gobierno montado sobre esos mimbres contrapuestos y oportunistas, donde cada socio tira de la manta para cuidar su corral insultando al ajeno, es impotente para gestionar una situación de emergencia general.
La situación se sobrelleva gracias a la lección diaria de entrega y profesionalidad de una población que se resiste a doblegarse entre aplausos y caceroladas. Diariamente, llegan por las redes lecciones heroicas de pundonor. Son proporcionales a los recursos de cada cual, algunos de corto alcance, otros de amplia irradiación como las iniciativas de grandes empresas y entidades bancarias que se anticipan a los gestores públicos. Pone en evidencia el fanatismo que aflora dentro del Gobierno y el sectarismo irrefrenable de sus socios. Hay que ocultarlas o deslegitimarlas como sea. A hacerlo se dedica sin sonrojo la sexta compañía.
Si quedara responsabilidad en Sánchez, se harían verdaderas las apelaciones a la unidad que sus asesores copian para ponerlas en su boca. Unidad, sí, no de boquilla, unidad efectiva, unidad parlamentaria nacional. Una crisis de todos requiere un Gobierno que represente de verdad a todos. Sería una demostración fiable de unidad. La unidad administrada por un Gobierno de concentración, no por un Gobierno de división. La mano tendida por Pablo Casado está en el aire. La única mano en la que Sánchez puede confiar para que su llamada a la unidad sea creíble, efectiva.
Cada día se pone más arduo consolidar la unidad pregonada. El ocho de marzo es fecha de todas las comidillas. Que la eludan las comparecencias de Sánchez, las informaciones de El País, RTVE, la Cadena SER, LaSexta, la confirma como la fecha en que el coronavirus pasó a ser en España una plaga indisimulable. El Gobierno no puede parchear las vías de agua que se abren por las grietas cada vez más amplias de su campaña informativa. Un Gobierno capaz de vivir de una imagen prefabricada, incapaz de frenar una pandemia como no sea al coste de tener que sustituir las funerarias por campamentos fúnebres.
La crisis institucional que padece España se agudiza en unos tiempos en los que se necesitan unidad de acción, liderazgo, solidaridad y responsabilidad frente al coronavirus.
Sin las medidas adecuadas, la crisis sanitaria y el parón se alargarán, provocando la quiebra de empresas y una gran oleada de despidos e impagos.