Luis Núñez Ladevéze | 25 de septiembre de 2019
¿Quién ha provocado el actual bloqueo institucional? ¿Políticos desaprensivos, ciudadanos condescendientes o ambas cosas? Obviamente, los electores se han equivocado.
Según las encuestas de la calle propagadas por informativos de radio, televisión y prensa, los potenciales electores señalan con el dedo índice, casi unánimamente, a los políticos como responsables de tener que acudir a una cuarta cita electoral. El político aparece ante los ojos del elector como una agrupación corporativa cuyo rasgo común es la incapacidad para realizar la misión que se le encomienda despojando al ciudadano de su tranquilidad. Un chiste que circula por la red lo expresa gráficamente: un retrete en cuyo fondo se ve el Congreso y un cartel que reza así: “tirar de la cadena”. Pero ¿qué pasa con el que tira de la cadena?
Las urnas muestran la voluntad ciudadana, pero no aseguran que esa muestra sea razonable
La decepción hacia la política no es nueva. Forma parte de la mentalidad de la izquierda tanto como de la derecha. Está relacionada con el utopismo, el populismo y es vulnerable a la demagogia y a la obcecación. Ocurrió cuando la crisis hizo mella y los desilusionados con la partitocracia se citaron en la Puerta del Sol hastíados del bipartidismo matizado que tradicionalmente había administrado la democracia. Los motivos para rechazarlo pueden resumirse en dos: la ejemplaridad carcomida por la corrupción empezando por la propia persona de un rey que figuraba más como cazador de elefantes africanos que como moderador del sistema institucional y la supeditación de la mayoría a las incesantes exigencias disfrazadas de victimismo de los partidos nacionalistas minoritarios. Asuntos pendientes que hay hay que afrontar con decisión.
Tampoco esa actitud menospreciadora del político era algo nueva entonces. La exhibición de inocencia es el argumento más socorrido para toda forma de demagogia. En mayo del 68 los jóvenes airados de Cohn Bendit y Alain Geismar proponían parar la rotación para bajarse de la tierra y recitaban aquella consigna candorosa de “hacer el amor y no la guerra”, mientras tiraban adoquines a los guardias en las calles parisinas. El principal enemigo de la política democrática es el aprovechamniento del enemigo antidemocrático. La democracia es un sistema de participación tan abierto como delicado. Por ser abierto cobija a sus propios enemigos dentro de sus extensos límites. Es delicado, porque sus enemigos están alojados dentro y pueden aprovecharse de sus debilidades para sacar rendimiento de ellas.
Si estamos en un estado democrático, los electores son tan responsables como los políticos
Como la democracia es participación, cuando la gente se cansa _ hay que examinar los motivos de su desafección. El ciudadano siempre encontrará razones que reprochar a los políticos. Sin embargo, si la participación es necesaria para el funcionamento institucional, cuando los resultados no permiten salir de una situación de bloqueo institucional, no solo hay que mirar a los partidos, hay que mirar también si las decisiones electorales han sido las adecuadas para asegurar lo que principalmente han de considerar los electores al votar. Lo principal es cooperar con la estabilidad de un sistema institucional que garantiza sus derechos y sus libertades.
La cita electoral sirve tanto para ratificar como para rectificar. El resultado es una decisión del conjunto. Si al finalizar la legislatura la situación es igual o peor que cuando se inició, no se puede ignorar que es el elector quien ha concurrido para provocarla. Las urnas muestran la voluntad ciudadana, pero no aseguran que esa muestra sea razonable.
El ciudadano participa delegando su capacidad de gestión en representantes en quienes confía. La democracia directa no es posible. La cosa pública es cada vez más compleja y la gestión exige dedicación plena. Los políticos pueden ser mejores o peores que los demás, tanto como, en su plano profesional, los ciudadanos pueden ser mejores o peores que sus gobernantes.
Que el ciudadano sea elector, no le hace súbdito. Es elector, porque no dispone de tiempo para dedicarse a una tarea que, de llevarla con rigor, le obligaría a entregarse plenamente. Los concejales dejan temporalmente su profesión si la tienen. El elector es un participante, no un gregario dependiente de una minoría rectora. Delega la gestión, no de modo distinto a como el pasajero confía en el comandante que ha de llevar el avión al aeropuerto, como el enfermo pone sus manos en el cirujano quien a la vez acepta la organización del hospital. Si roban o lo hacen mal, ahí están los jueces.
La representación indirecta de los regímenes democráticos se basa en esas evidencias fáciles de entender, difíciles de interpretar cuando producen resultados indeseables. En España hay que ponderar lo ocurrido. Se ha votado tres veces en elecciones que no han resuelto una situación bloqueada. ¿Quién nos ha arrastrado al bloqueo? ¿Políticos desaprensivos o ciudadanos condescendientes, o ambas cosas? Obviamente, los electores se han equivocado.
Tienen en las manos el instrumento para deshacer su error. Muchos perdonaron a José Luis Rodríguez Zapatero, otros sentenciaron a Mariano Rajoy, uno acabaron con el bipartidismo, otros dieron cancha a la fragmentación política, unos aceptaron el populismo airado, otros fomentaron la desmoralización desilusionada. Esta situación pudieron haberla gestionado de otra manera. El voto estaba en sus manos y la comprensión de lo que ocurre pasa ante su mirada. Si estamos en un estado democrático, los electores son tan responsables como los políticos. Nos han llevado las urnas tanto los representados como los que los representan.
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