Juan Claudio de Ramón | 26 de julio de 2021
Puedo imaginar un futuro sin democracia liberal, pero no un futuro donde la respuesta a los problemas que se planteen no consista en volver a las esencias de la democracia liberal.
Empecemos por tener una definición de liberalismo. Sin definiciones de trabajo claras y usaderas no se piensa bien. Para mí «liberalismo» es la doctrina política más exitosa de la Edad Moderna, aquella que durante cuatrocientos años se ha erigido en palo tutor de nuestro sistema de convivencia. Se resume en lo que a mí me gusta llamar actitudes, dos principalmente: una actitud antiabsolutista y una actitud antiestamental.
La actitud antiabsolutista se traduce en la teoría y praxis del gobierno constitucionalmente limitado. La noción de constitución, por lo general escrita y codificada, es la gran contribución civilizatoria del liberalismo. Esta necesidad de limitación de poder no decae cuando el poder pasa de absoluto a democrático. Tal fue la aportación de los liberales del siglo XIX, como Constant, Tocqueville o Mill: entender que las mayorías no están menos necesitadas de bridas constitucionales que los monarcas absolutos.
La actitud antiestamental completa el liberalismo y supone el rechazo de los privilegios. La posibilidades y elecciones de hombres y mujeres no deben venir marcadas por el accidente de su nacimiento en tal o cual otro grupo, facción o estamento. En función de cómo construya su idea de individuo, el liberalismo podrá entonces adoptar un tinte más social (si considera que el individuo necesita para desarrollar sus capacidades una intervención activa del Estado niveladora del terreno del juego) o más conservador (si piensa el individuo como un ente que se desarrolla siempre mejor al margen de la intervención estatal). Comoquiera que fuera, en el liberalismo, en caso de conflicto, hay un sesgo a favor del individuo, que no puede quedar atrapado por completo en el mallaje de lo colectivo. Estas dos actitudes terminar de confluir en las constituciones liberales y bienestaristas de posguerra, en las que democracia (titularidad del poder) y liberalismo (atribuciones del poder) quedan fusionadas en la democracia liberal.
Las promesas del liberalismo
Ahora bien, la democracia liberal no es un marco tan delgado de contenido como sugieren algunos teóricos. Es cierto que el liberalismo genera un vasto espacio para acoger el pluralismo político y de estilos de vida congénito a las sociedades modernas y el libre desarrollo de la autonomía de la voluntad. Pero eso no significa que el pensamiento liberal sea una doctrina formalista, una mera retícula vaciada de programa. Lo cierto es que el liberalismo lleva implícitas, a mi entender, tres promesas. Esto es importante, porque será su capacidad para no defraudar estas promesas lo que indirectamente legitimará el sistema liberal y por tanto hará que los ciudadanos lo juzguen digno de conservación, y cómo conservar el liberalismo es lo que nos reúne hoy aquí.
En primer lugar, hay una promesa de prosperidad material. Es decir, la confianza de que el libre juego de que el predominio de la actividad privada a la hora de asignar los bienes, la capacidad de invertir el ahorro con seguridad jurídica (no otra cosa es eso el capitalismo) producirá un bienestar material agregado superior al que cabe esperar de una economía planificada. Y eso con independencia, insisto, del mayor o menor margen de intervención niveladora del Estado (entre liberales se discute sobre el papel de los gobiernos, no sobre su existencia).
En segundo lugar, hay una promesa de convivencia moral. Es decir, el liberalismo (que nació, no se olvide, para proteger la libertad de culto de sectas religiosas separadas del culto oficial) se compromete a no interferir en las creencias de las personas, o, por decirlo a la manera de Kant, a respetar al autonomía de su voluntad. De nuevo, la libertad no es absoluta, y algunas conductas que se juzguen antisociales quedarán prohibidas. De forma que podemos decirlo con más tino: lo que se veda el liberalismo no es tanto la interferencia en la vida de las personas (el poder siempre interfiere) como el perfeccionismo moral: subrogarse en la conciencia de uno para decidir el bien moral al que orientar su vida.
Y en tercer lugar, hay en el liberalismo, una promesa de progreso cognitivo: la confianza en que el libre intercambio de razones, sin dogmas de ningún tipo, es lo que conviene para que la ciencia y la técnica avance, elevando el bienestar de la especie.
Pues bien, lo que yo querría arrojar sobre el tapete hoy es la pregunta de si en la primera mitad del siglo XXI gozaremos de las condiciones históricas que hicieron posible que esta triple promesa se pudiera cumplir en la segunda mitad del siglo XX. Tres fueron esas condiciones: crecimiento económico (dos generaciones vieron cómo su nivel de renta se doblaba en la mayoría de países occidentales), relativa paz cultural (aunque había crecientes diferencias en estilos de vida, un sedimento cultural nacional común las amortiguaba) y una aristocracia mediática que filtraba y ordenaba del debate (unos pocos periódicos de prestigio y algunas televisiones).
Pues bien, repárese en cómo todo esto ha saltado por los aires. En las economías occidentales las tasas de crecimiento son marginales, y a estos efectos importa poco si el problema es la desigualdad o la pobreza: el caso es que el ascensor social no funciona y para muchos lo que se percibe es sensación de desclasamiento. Los movimientos migratorios y el auge de las políticas de identidad han puesto en cuestión esa homogeneidad no declarada en la que vivían cómodamente instaladas muchas sociedades. Y, por último, el auge de las redes sociales ha desintermediado la conversación pública con el resultado que ya sabemos: tribalismo informativo y hechos a la carta. ¿Puede conservarse el liberalismo en estas condiciones? ¿Hemos perdido para siempre las precondiciones históricas que llevaron a un triunfo que llegó a parecer definitivo tras la conclusión de la guerra fría?
La extensión de este artículo no me permite desarrollar una respuesta tentativa a estos interrogantes. De modo que, sin el beneficio de poder justificar por extenso mi razonamiento, saltaré a la conclusión: creo, con Fukuyama, que la democracia liberal supone algún tipo de final de la historia. Puedo, ciertamente, imaginar un futuro sin democracia liberal –cosa fácil, pues existen porciones del mundo donde no hay tal cosa–, pero no un futuro donde la respuesta a los problemas que se planteen no consista en volver a las esencias de la democracia liberal: gobierno de las leyes y no de los hombres, fortaleza de las instituciones frente al espíritu de facción y antidogmatismo para emprender las reformas que relancen la economía y aseguren el pluralismo.
Si tuviera que concebir un futuro donde no rigieran estos principios, también podría, pero ya no se trataría de un futuro humano. La técnica no habría llevado a algún territorio sin cartografiar, del que nada puedo decir.
Para que la democracia liberal funcione es necesario que la economía liberal funcione. Y para lograrlo es necesario que las personas tengan capacidad e incentivos para prosperar.
Percibo una autocomplacencia bastante extendida entre los pensadores o los seguidores explícitos del liberalismo. Si la había de los socialdemócratas o los democratacristianos, las crisis de dichos espacios ideológicos los hizo bajarse de la atalaya, pero aún no ha sucedido así con los liberales.