Ramón González Férriz | 26 de julio de 2021
La idea liberal de libertad es solo una de las posibles, aunque probablemente la menos mala de todas. En buena medida, porque es compatible con visiones de la sociedad más individualistas o más comunitaristas.
La oleada de populismos que ha centrado la conversación política durante la última década parece haber entrado en una nueva fase. Su vertiente izquierdista, hija de la crisis financiera de 2008, ha fracasado en gran medida: Podemos nunca llegó a ser hegemónico en la izquierda española, Syriza fue expulsada del gobierno en cuanto los griegos vieron su estilo de gestión; viejos conocidos, como Die Linke en Alemania o el socialismo francés radicalizado, son hoy prácticamente irrelevantes. Si en algún momento el movimiento 5 Estrellas italiano fue de izquierda dura, cosa difícil de establecer, hoy es solo una más de las extrañas mutaciones de la política italiana. Jeremy Corbyn nunca estuvo cerca de convertirse en primer ministro en Reino Unido y Bernie Sanders no ganó ninguna de las dos primarias demócratas a las que se presentó.
Algo más de éxito ha tenido la vertiente derechista, aunque no tanto como su auge tras la crisis de refugiados en Europa entre 2015 y 2016 pudo hacer temer. Donald Trump perdió el poder, pero se quedó con el Partido Republicano; La Liga y Agrupación Nacional han dejado atrás su retórica antieuropeísta y están intentando convertirse en la derecha respetable de Italia y Francia, respectivamente. Alternativa por Alemania se ha deshinchado tras convertirse en el principal partido de la oposición en su país, y en España Vox parece al mismo tiempo haber tocado techo y haberse vuelto imprescindible para que la derecha pueda gobernar. En Polonia y Hungría, PiS y Fidesz ejercitan el poder transformando las instituciones para permanecer en él.
Sin embargo, en el plano de las ideas, ambas vertientes han dejado un legado innegable. Y en ambos casos tiene que ver con la noción de libertad. Ahora, esta parece generar en la izquierda una enorme incomodidad. No es solo que en este momento histórico haya decidido que la igualdad es más importante que otras consideraciones tradicionales de la política como la autonomía individual —lo cual puede ser defendible— sino que el concepto de «libertad» prácticamente ha desaparecido de su léxico. Y no solo en el plano económico, sino también en el moral o hasta el estético. No se trata exactamente de una novedad en su tradición democrática, pero sí de una llamativa cuestión de énfasis: como si pudiera darse por sentada, hoy la libertad no parece preocuparle demasiado a la izquierda.
Al mismo tiempo, para una parte relevante de la nueva derecha, la concepción liberal de la libertad ha ido demasiado lejos. Esa falsa noción de individualidad, sugieren sus críticos, no solo ha dado pie a la globalización, el feminismo radical y el dominio de la cultura por parte de los gays, sino que ha establecido una extraña alianza entre las empresas multinacionales y el progresismo sin patria para destruir nuestros valores. En ese contexto, la libertad bien entendida no pasaría por defender la capacidad de los individuos para hacer sus elecciones con un reducido grado de interferencia por parte del gobierno o los poderes en general, sino por la defensa de la propia identidad ante sus enemigos. Ser libre es aferrarte a lo que ya eres y luchar contra quienes quieren, real o imaginariamente, que seas otro.
La idea liberal de libertad es solo una de las posibles, aunque probablemente la menos mala de todas. En buena medida, porque es compatible con visiones de la sociedad más individualistas o más comunitaristas. Puede resultar comprensible que las dos grandes familias ideológicas de las democracias occidentales hayan virado hacia las segundas tras lo que, en casi todos los espectros de la política actual, se denuncia como «excesos del neoliberalismo»: el abandono de las clases trabajadoras, la renuncia a la noción de patria, un cosmopolitismo que en realidad solo beneficiaba a las élites, la sustitución de la sensación de pertenencia que daba la iglesia o el sindicato por el desarraigo. No estoy seguro de que todas estas críticas a las políticas de los últimos cuarenta años sean justas. Pero sea como sea, la propia democracia da un amplio espacio para corregirlas.
El centro, entendido como un amplio espacio liberal, ha resistido mejor de lo que nos habríamos temido hace cinco años
Sin embargo, partes de la izquierda y la derecha no quieren hacer solo eso, sino transformar la noción de libertad que nos hemos dado en las últimas décadas. La idea liberal de libertad ha permitido que las sociedades occidentales hayan tendido a resolver sus conflictos de manera pacífica y hayan sido capaces de encauzar el pluralismo hacia la convivencia. Lo han hecho incluso en momentos de profundas crisis culturales.
Las visiones radicales de izquierda y derecha —que, por suerte, hoy no son comunistas ni fascistas, sino otra cosa que no aspira al totalitarismo y, en Occidente, se insiere en el panorama mediático democrático— no solo quieren girar el dial hacia visiones más comunitaristas, sino que aspiran a no resolver los conflictos y a atizarlos para generar la polarización en la que se sienten cómodos y en la que a veces triunfan.
Los intentos de la izquierda no le han salido bien. Los de la derecha han funcionado un poco mejor. El centro, entendido como un amplio espacio liberal, ha resistido mejor de lo que nos habríamos temido hace cinco años. Pero parece que la idea de libertad sí corre un cierto riesgo: porque unos la dan por sentada, porque otros creen que, interpretada a la manera liberal, es un error. Haríamos bien en volver a colocarla en lo más alto de nuestras prioridades políticas.
Sin respeto a la ley y a la independencia del poder judicial la democracia y los derechos fundamentales quedan en papel mojado. La mayoría no lo puede todo.
En España, como en otras partes, desde hace algo más de una década, la oportunidad del populismo ha llegado en paralelo a la demolición intelectual y mediática, antes que social, de los fundamentos liberales de nuestra democracia.