Guillermo Garabito | 26 de agosto de 2021
A los políticos les gustan tanto las plazas porque sueñan que en vez de mítines dan conciertos en ellas. Si por ellos fuera cambiarían las plazas por estadios y que las afiliadas, en vez de banderolas, agitaran sujetadores.
Como ha muerto Charlie Watts me imagino a Pedro Sánchez aprendiendo a tocar la batería en Moncloa de urgencia. Encerrado en una habitación a todas horas como el crío de Love Actually y el cartel de no molestar. «¡Me da lo mismo que se vaya al carajo Afganistán, estoy ensayando!», reza para ser exactos. Porque el político es una estrella de rock frustrada, un tipo que se quitó la chupa de cuero y se puso una americana como última opción para lograr su pequeña legión de fans. El afiliado es una groupie y los políticos tienen ese afán de multitudes que siempre me ha llevado a pensar que a lo público se dedican las estrellas del rock que no llegaron. Luego te fijabas en Mariano Rajoy y la teoría se me caía. O tal vez fue la excepción que la confirma. Rajoy fue el último político que nunca quiso ser otra cosa, un tipo de pocas palabras y menos multitudes.
A los políticos les gustan tanto las plazas porque sueñan que en vez de mítines dan conciertos en ellas. Si por ellos fuera cambiarían las plazas por estadios y que las afiliadas, en vez de banderolas, agitaran sujetadores. Al final llega el momento álgido de su discurso, ese en el que siempre prometen muchas cosas como acabar con el desempleo, reducir la administración, más vacaciones, más marisco, que los injertos a partir de los cuarenta entren por la Seguridad Social, «Kalise para todos» y no sé cuántas otras más, y me da miedo que salten del escenario efervescentes y puestos de sí mismos cuando los liberados allí presentes se arranquen a aplaudir. El votante –afiliado o no– no está para que le sigan oprimiendo con más cargas, claro.
Para ser político, como para ser una estrella del rock, hay que enamorarse de la carretera y del Falcon y de la rubia que te pone ojitos en primera fila
Piense el lector en Pablo Casado tocando el bajo en El Hormiguero. El político está durante todo el año de campaña porque necesita aplausos y carretera como un cantante que lleva demasiado tiempo fuera de los escenarios. Lo de los políticos es vicio, es vivir para sus fans y no para los votantes que nos la trae floja su espectáculo. Entre ellos se reconocen, el mundo de la música es pequeño y por eso se telonean unos a otros. Lo mismo da Miquel Iceta un bolo en Madrid, que mañana está en Valladolid. Y hay, también, políticos tributo: como esas bandas que se dedican a interpretar clásicos de otras más conocidas. Así Irene Montero es un tributo –ella entera– a Bibiana Aído y Gabriel Rufián a Rodolfo el chikilicuatre.
Hay políticos de un sólo éxito, tipos frustrados porque alguna vez estuvieron a punto de ser conocidos. Una tal Susana Díaz que durante un tiempo lo partió por Andalucía. Después están esos otros políticos que luchan con uñas y dientes para seguir en el estrellato cueste lo que cueste, porque la fama no es una opción. Por eso Pedro Sánchez va a los festivales en el Falcon, porque se cree Julio Iglesias. Solo le faltan las alitas y ganar en Benidorm, pero eso es lo de menos porque él se sabe una estrella del rock. Para eso se canta cada mañana: «Has tenido suerte de llegarme a conocer, / creo que a nadie le gusta nacer para perder. / Abrirás una revista y me encontrarás a mí…»
Y es que para ser político, como para ser una estrella del rock, hay que enamorarse de la carretera y del Falcon y de la rubia que te pone ojitos en primera fila. Y si no hay rubia pues se firma una escayola o, mucho mejor, te dedica un BOE.
La estrategia de la nueva vieja izquierda es ya evidente: crear problemas donde no los hay y desaparecer cuando estos son reales.
Pedro Sánchez es el dependiente de una tienda de ultramarinos en la que hallamos sacos de peronismo y frascos de políticas de identidad. Ahí pueden comprar alimentos tóxicos para el alma de una sociedad y brebajes que amargan nuestra existencia.