José F. Peláez | 26 de septiembre de 2020
Los que se creen osados y valientes por librar la tan manida batalla cultural contra molinos de viento con la cara de Soros no entienden que, a la larga, están haciendo el juego a los que pretenden estar combatiendo.
Dudo mucho que el Gobierno caiga en el error estratégico que para sus intereses supondría retirar la cruz del Valle de los Caídos. Esto tiene pinta de señuelo, de agitación trilera. Como decía Simeone, en la banda en la que no está la acción, está la distracción, que es donde nadie mira y donde surgen las oportunidades. La realidad es que a esta izquierda le interesa mantener viva esa cruz como símbolo de ese victimismo vital que es, a la larga, su mayor fábrica de votos. Así, mientras todos miramos la cruz, la bolita roja se mueve libre entre las cloacas. La otra banda. Solo que se equivocan: las víctimas de la Guerra Civil y de los cuarenta años de franquismo no son solo las personas de izquierdas sino todo el país, de todos los bandos, confesiones e ideologías. También los católicos. Sobre todo los católicos, que vemos cómo se utiliza la cruz -nuestra Cruz- para agredirnos con ella.
Como es costumbre, una parte de la derecha de este país no es capaz de entender ciertos conceptos y cae una y otra vez en la trampa que le tiende la izquierda, como el Correcaminos riéndose del Coyote, capítulo tras capítulo, por su previsibilidad, estrechez de miras e irrefrenable adicción a la derrota, que ven como victoria o, peor aún, como ‘guerra cultural’, que es el concepto en el que ahora se han apalancado. Yo no tengo ni idea de a qué se refieren concretamente, más allá de un romanticismo idealista pasado de moda que nos aleja de lo práctico y lo racional, es decir, de la base de la política sensata. Es decir, del eje conceptual de la derecha. De cualquier modo, me pregunto dónde acaba esa supuesta guerra cultural y empieza la guerra civil.
Hay que recordar que esta batalla de Twitter y tertuliano -a eso se limita la guerra cultural en la práctica- no se libra contra conceptos, sino contra la otra mitad de España y, desde luego, contra la mitad de tu propia mitad. Yo no sé dónde terminan el legítimo debate y la defensa de una visión y dónde empieza el odio visceral a los vecinos, al paso del tiempo, a cualquier valor cercano al progreso, al dinamismo, al cambio, a la apertura, al consenso, a la negociación, a la convivencia y a la política entendida como una manera de organizar lo público y no las respectivas cosmovisiones.
Que dentro de la izquierda española haya un número no menor de guerracivilistas, de desequilibrados y de iletrados no debe, en ningún caso, tapar el hecho de que dentro de la derecha española haya un número similar de lo mismo. El hecho de que la lacra podemita, alentada por el silencio cobarde y traidor de parte del PSOE, sea un tumor que nos carcome y nos lleva a la miseria y al enfrentamiento no puede ser motivo para alentar la radicalización simétrica de la derecha y su entrega a soflamas populistas. La guerra cultural es un engaño, el gran señuelo a través del cual se intenta mover a la derecha de sus posiciones de partida hacia donde la izquierda quiere que esté. En este caso, defendiendo la cruz del Valle de los Caídos. Es decir, la guerra cultural se reduce a que la izquierda utilice a la derecha para movilizar a sus propios votantes.
Bien. Si se quiere dar la batalla cultural, démosla bien. Confrontemos de tú a tú a las consignas tramposas de la izquierda, pero hagámoslo justo en la línea contraria a lo que se está haciendo. ¿Cómo ha podido la izquierda apropiarse del feminismo si no es por incomparecencia de la derecha? ¿A alguien de derechas le puede parecer mal avanzar en la igualdad de aquellas mujeres que aún lo necesiten, que las hay? ¿Y acaso hay algo más cercano al feminismo que el capitalismo y la liberación de la mujer que conlleva el trabajo remunerado fuera del hogar? ¿Cómo pueden no darse cuenta de que la igualdad de la mujer es una consecuencia de la libertad económica que abandera la derecha? ¿Cómo se han podido dejar comer la merienda de este modo? ¿Por qué hay parte de la derecha que, aun así, cree que ‘dar la batalla cultural’ es oponerse al feminismo, en lugar de apropiarse de él?
Lo sensato es abrazar el feminismo, pero dejar claro que el feminismo es otra cosa, algo totalmente opuesto a hacer pensar a las niñas que son víctimas por el hecho de haber nacido mujeres o hablarles como a seres inferiores que necesitan cuidados especiales y protecciones in natura. Se puede proponer otra ley de violencia de género que, sin negar la evidencia del maltrato, defienda el precepto constitucional de igualdad entre hombres y mujeres, actualmente no vigente. Pero no se puede negar la realidad del maltrato ni el hecho de que las violaciones, por ejemplo, son delitos cometidos por varones contra mujeres y no al revés.
Lo mismo sucede con el ecologismo. Que haya un gran negocio montado en torno al cambio climático no debe hacernos perder la perspectiva de que no hay nada más conservador que un ecologista. ¿No estamos con lo rural, con la salud, con la conservación de nuestros entornos y con la sostenibilidad del planeta? ¿Qué somos entonces? ¿Faquires? ¿Suicidas? ¿Somos provida o promuerte?
La batalla cultural nunca puede darla la derecha, puesto que la derecha es precisamente la cultura instaurada y la izquierda quien quiere cambiar esa realidad, quien reta a la Cultura, la dialéctica hegeliana que se enfrenta a la tesis con su antítesis
¿Se está en contra de la inmigración o en contra de la inmigración ilegal? ¿Estamos con el imperio de la ley o con el imperio de la raza? ¿Acaso hay algo más cercano a la derecha que el respeto a la libertad y los derechos del individuo, con independencia de su raza y de su condición sexual? Y si se defiende la libertad de ciudadanos legalmente establecidos, ¿qué miedo se tiene a que profesen una fe distinta o celebren el Día del Orgullo Gay, por mucho que nos parezca una horterada? ¿Dónde está el problema real en que haya mezquitas o carrozas? ¿Estamos con la aconfesionalidad del Estado o queremos retroceder a una teocracia a lo iraní? ¿Esa es la guerra que se quiere dar? ¿Algún católico en su sano juicio se siente perseguido en la vida real?
No se trata de asentir y tragar. Se trata de lo contrario, de entender que los valores que se agrupan bajo el manto del progreso no son logros de la izquierda sino de todos y que, en lugar de oponernos, debemos reivindicarlos como propios. No es la izquierda sino la democracia -que es obra de todos- la que nos ha traído los avances, la paz y la mayor época de prosperidad de nuestra historia. Esa es la única trinchera que debe interesar a la derecha.
Pero voy más allá: la batalla cultural nunca puede darla la derecha, puesto que la derecha es precisamente la cultura instaurada y la izquierda quien quiere cambiar esa realidad, quien reta a la Cultura, la dialéctica hegeliana que se enfrenta a la tesis con su antítesis. No es inteligente librar una guerra cultural que la derecha ya habría ganado si no se presentara al campo de batalla. Librar guerras que tienes ganadas deja entrever un complejo de inferioridad enmascarado con uno de superioridad. Como España con Gibraltar. No es una actitud de ganador irredento, sino de perdedor disfrazado de romántico. Romanticismo, por cierto, que es el padre intelectual tanto del nacionalismo como del comunismo. Conviene no olvidar de dónde viene todo el mal: de la política como proyecto de salvación.
Los que se creen osados y valientes por librar la tan manida batalla cultural contra molinos de viento con la cara de Soros no entienden que, a la larga, están haciendo el juego a los que pretenden estar combatiendo, al regalarles conceptos evidentemente buenos, como la igualdad de hombres y mujeres, entre blancos y negros, el respeto a los homosexuales o el cuidado del planeta. No pienso regalar a la izquierda la hegemonía del bien. Pero, con determinada derecha en ascenso, me temo que lo tienen chupado. Si no queremos derecha moderada, tendremos extrema izquierda. Elijan lo que quieran. Pero elijan con cuidado.
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