Juan Milián Querol | 27 de enero de 2021
Pedro Sánchez envía a Salvador Illa a hacer presidente al candidato de Esquerra. Nada bueno podría salir de esta conjunción de fulleros y trileros.
El peor gestor de la pandemia de todo Occidente, según la gran mayoría de estadísticas, deja el ministerio en el peor momento. El candidato del PSC a la vicepresidencia de la Generalitat, Salvador Illa, abandona definitivamente su cargo al frente de Sanidad batiendo récords negativos. En el último fin de semana, 93.822 contagios y 767 muertos.
La gestión de Illa y su pandilla ha sido tan negligente en la primera ola como en la segunda y la tercera. Y lo seguiría siendo en las olas que están por venir, porque la capacidad socialista para la propaganda es inversamente proporcional a su eficacia para resolver problemas. En el caso de Illa, esta incompetencia no ha sido una novedad. Se podía saber, porque ya venía con amplia experiencia en mala gestión. Fue cesado como director general de Infraestructuras de la Generalitat a tres días de la inauguración de la Ciudad de la Justicia de Barcelona, durante el último tripartito. Se habían presupuestado 255 millones para un proyecto que acabó costando a las arcas públicas 388 millones de euros. Un escándalo excesivo incluso para aquellos Gobiernos que dejaron compromisos de deuda hasta el siglo XXII. No es broma. Los nietos de nuestros nietos seguirán pagando el despilfarro de los Gobiernos socialistas e independentistas.
Ahora Pedro Sánchez envía a Salvador Illa a hacer presidente al candidato de Esquerra. Nada bueno podría salir de esta conjunción de fulleros y trileros. Actualmente las puñaladas traperas marcan el orden del día tanto en el Gobierno de la nación como en el de la Generalitat, entre socialistas y podemitas, y entre los de Oriol Junqueras y los de Carles Puigdemont. La alianza entre el PSC y ERC sería juntar el hambre con las ganas de comer. Sería maridar la impune mentira sanchista con el falso victimismo independentista. Sería conducir Cataluña y el resto de España a la República del caos. Sánchez ya metió el procés en la Moncloa cuando, pocos meses después de la declaración de independencia y el ataque brutal a la convivencia, pactó con los nacionalistas su llegada al poder.
Desde entonces todo ha sido preparar el terreno para un pacto que supondría multiplicar todos los errores que un Gobierno de España haya podido cometer tratando de apaciguar al separatismo. Quizá Sánchez crea que para mantenerse en el poder ‘solo’ tiene que acabar de retirar el Estado de Cataluña y regalar la impunidad a sus socios para que sigan hostigando a los constitucionalistas, pero pactar con Esquerra supone meter a toda España en una dinámica tóxica. Será poner el futuro social y económico de todos los españoles en manos de un partido que siempre ha sido desleal. De hecho, lo está siendo ya.
La gestión de Illa y su pandilla ha sido tan negligente en la primera ola como en la segunda y la tercera. Y lo seguiría siendo en las olas que están por venir
Pere Aragonès suspendió las elecciones de mala manera, jurídicamente hablando, con un decreto que ha dejado a todos los catalanes en un limbo democrático. El nacionalismo lleva un año tratando de postergar las votaciones por miedo a que la flagrante mala gestión de la pandemia, las residencias, las becas-comedor, las ayudas a la restauración, la fiscalidad, las ocupaciones ilegales, la seguridad… haga que alguno de sus fieles seguidores se lo repiense y no acuda a las urnas. Tras infructuosos anuncios como los de Joaquim Torra, esta vez han tratado de suspenderlas alla procesista.
Este es un modus operandi del nacionalismo que tiene su origen en la elaboración del actual Estatuto de autonomía, cuando nacionalistas y socialistas competían por alejarse de la Constitución española con la intención de abanderar el victimismo tras la sentencia del Tribunal Constitucional. En su búsqueda permanente de agravios, el nacionalismo encontró una táctica que ha explotado hasta la extenuación: legislar no pensando en solucionar problemas, sino en forzar los recursos del Gobierno de España o de la oposición y así seguir viviendo del victimismo. Lo hicieron, por ejemplo, con la pobreza energética. Buscan las materias socialmente más sensibles para su uso inmoral. Después, como pasó con este caso, ni aplican las competencias que realmente tienen, ni le dedican la milésima parte de los recursos que destinan a su entramado folklórico.
Si la aritmética parlamentaria lo permite, lo volverán a hacer. Pactarán un nuevo tripartito, esta vez con un presidente claramente independentista, que dejará el Dragon Khan que fue el Gobierno de Pasqual Maragall a la altura del tren de la bruja. Será un Gobierno que, lejos de buscar el diálogo con la Cataluña no nacionalista, se dedicará a abrir debates divisivos para toda España. Mientras nos golpeen la cuarta, la quinta y la sexta ola pandémica, nos agitarán con debates sobre referéndums contra la monarquía parlamentaria o sobre las más irritantes políticas de identidad. Como en el procés, buscarán fracturar la sociedad y a enfrentar a españoles con españoles para que, de tanto estrés y paranoia, a nadie se le ocurra poner el foco en el desempleo, los impuestos o la deuda.
El flamante fichaje del PP para las elecciones catalanas lamenta, tras el retraso de los comicios y los malos datos de la COVID, que «tenemos un ministro de Sanidad que se permite el lujo de estar a media jornada, con un ojo puesto en la campaña catalana y el otro en el ministerio».
El periodista Iñaki Ellakuría en su último libro Manual de incompetencia analiza, junto a Pablo Planas, la gestión de la pandemia por parte del Gobierno de coalición. Una gestión en la que primó más la agenda ideológica del Ejecutivo que la salud de los españoles.