Chapu Apaolaza | 27 de marzo de 2021
El Gobierno, en plena pandemia, puso sus ojos acusadores sobre Madrid y su presidenta, dejando caer que el Ejecutivo de la capital no tenía alma. Así se fraguó el mayor fracaso de la persecución política de la historia reciente.
Los gorriones han construido su nido en el ciprés. Los chavales salen del colegio con el jersey a la cintura. Cada día, a las 9:37 de la mañana, una mujer rodea la rotonda que te conté y sonríe si uno le respeta el paso de cebra. Para ser el infierno, en Madrid no se está tan mal. Ay, Madrid, rompeolas de todas las mociones de censura y de todos los cabreos, ¡cuántos paraísos se han construido a su costa! En Donosti hay mar, no como en Madrid; en Sevilla va uno andando a todas partes, no como en Madrid. Y el arroz, y el vino y las mujeres guapas. No como en Madrid.
En España se ha conducido bien, se ha comido bien y se ha respirado bien, porque al parecer en Madrid no se conducía, no se comía y no se respiraba. No me gustaría dejarme el mantra de los tres recados en una mañana, que es el argumento padre de todos los que renegaron de Madrid y se convencieron con más o menos razón de que en su ciudad, en su pueblo o el lugar en el que vivieran que no fuera Madrid se podían hacer tres recados en una mañana y en Madrid, no. ¿Te imaginas vivir en Madrid?, se preguntaba España de vuelta a casa por la carretera y siempre se justificaba con los tres recados en una mañana. Que igual hay gente que elige el sitio en el que echar raíces por el número de recados que allí se pueden hacer en una mañana; serán gente recadera.
Yo odio hacer recados, porque -llamadme idealista o soberbio- no he venido a esta vida a hacer recados y, por lo tanto, no encuentro la felicidad en hacer muchos recados en poco tiempo. Por lo general, una vez se alcanza un determinado nivel de bienestar, la felicidad va con uno a vivir a Donosti, a Nueva York, a Cádiz, a Shanghai, Almería o Ponferrada y a todas esas ciudades donde uno puede pasar sus días con alegría, independientemente de cuántos recados haga en una mañana. Sería feliz en cualquier parte del mundo, pero la cosa es que soy feliz en Madrid.
Para ser un buen catalán hay que aprender el idioma, entender las singularidades de cada territorio, descubrir en uno el sosiego del seny y el latigazo de la rauxa, comprender la locura de Dalí y de Pere Aragonés, saberse la genealogía de Convergencia y del negro de Banyoles, entender la ascendencia purísima de Copito de Nieve y de Laura Borràs, all black del secesionismo. Para ser de Madrid basta comprarse un billete de metro.
Gracias a esta cuesta abajo comprensible, se fue sumando a la rotonda de la Puerta de Alcalá -bosque de Sherwood de paloselfies– una nutrida concurrencia llegada hasta allí por diversos motivos, gente que un buen día se daba cuenta de que aquí no se está tan mal y que de pronto, bajando la cuesta camino de Las Ventas en una tarde de toros, lejos de las dianas pintadas a espray en la puerta de casa, en ese momento sentía el alivio que uno siente cuando lo dejan al fin en paz.
Encontraba así ese territorio en el que no había que afanarse mucho en crear un clima de convivencia aceptable con el prójimo, indiferente ante uno y objeto de la indiferencia de uno. Para no ofender a ese otro, bastaba con no ponerle un cuchillo en el cuello. En ese esquema, las movidas del resto de España daban bastante igual. Al de Tarragona le importaba poco lo que pasara en Madrid, y menos le importaba al madrileño lo que pasara en Tarragona.
No hacía falta siquiera ser feliz en Madrid, ni que Madrid le gustara a uno. Odiar Madrid basta para ser de Madrid y sobre esa condición de aceptación propia se fueron construyendo todos los estereotipos más o menos ciertos. Éramos chulos, maleducados, salvajes y contaminadores, y esto se aceptaba con total indiferencia, pues el melasudismo forma parte del madrileñismo.
Una rebeldía que encontró acomodo alrededor de Isabel Díaz Ayuso, híbrida de Mariana de Delacroix chulapona y Agustina de Aragón, aparición fantasmagórica con poderes para desquiciar al mismísimo Sánchez allá donde tomara forma
Esto cambió cuando llegó la pandemia y en las gasolineras de la M40 junto a IFEMA la muerte llenaba su depósito de silencio. Madrid tuvo que rehacerse y recomponerse en la medida en que la enfermedad la destruía. Los gatos miraban los escaparates que antes miraban las ancianas que yacían sobre la morgue del Palacio de Hielo. Con las calles echadas boca abajo en una UCI fue renaciendo una dignidad de ciudad sitiada que los conquistadores de Madrid no supieron ver.
A los estereotipos clásicos en las ruedas de prensa del Gobierno se extendió esta versión de los madrileños como ultraliberales, dumpineros fiscales, ciudadanos desprovistos de toda solidaridad y, por último, gente sucia que contagiaba allá por donde iba. Éramos apestados. Todas las xenofobias -la madrileñofobia es una de ellas- tienen un punto en el que hacen crack y ese momento fue la rueda de prensa en la que el ministro de Sanidad, Salvador Illa, de natural tan contenido, dejó caer que el Gobierno de la Comunidad de Madrid no tenía alma.
Digo que ahí patinó toda la estrategia porque se superpusieron perfectamente la imagen de la ciudad perseguida, del Gobierno regional perseguido y, por supuesto, su perseguida presidenta, la mujer a la que retrataban poco menos que como una loca asesina.
A su alrededor se fraguó para parte de Madrid una improbable resistencia y reivindicación madrileñista desde el suelo de los parias de España, una rebeldía que encontró acomodo alrededor de Isabel Díaz Ayuso, híbrida de Mariana de Delacroix chulapona y Agustina de Aragón, aparición fantasmagórica con poderes para desquiciar al mismísimo Sánchez allá donde tomara forma. Sus obras -IFEMA, la hostelería abierta, el Hospital Isabel Zendal y las medidas económicas- eran ya para mucha gente la demostración de que quizás no estaba tan IDA. Así, se les fue la mano y provocaron el mayor fracaso de la mayor persecución política de la historia reciente que alrededor de Ayuso funciona como aquel helado Calippo: cuanto más lo aprietan, más sube.
La izquierda no invierte ni un minuto en eso que denominamos «el interés general», el bien común, la mejora de las condiciones de vida de los ciudadanos.
Tras sufrir acoso desde el Gobierno central, Madrid registra los mejores datos frente a la covid, sin cercenar libertades ni actividad económica.